Capítulo 12

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El tick tack del reloj, colgado en la pared, era el único ruido persistente dentro del consultorio

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El tick tack del reloj, colgado en la pared, era el único ruido persistente dentro del consultorio.

Tick, tock, tick, tock...

Me deshice del saco y me recosté en el sofá. Al ponerme la muñeca encima de la cara, en un intento por apaciguar mi mente, sentí el frío material del reloj sobre mi frente. 

Luego de un momento de paz, mi desventurado cansancio parecía irse alivianando. Pero seguía gastado energía. ¿Cómo iba a recuperarme por completo si mente jamás se detenía?

Un chillido me hizo abrir los ojos y, por el rabillo de estos, pude distinguir la silueta que acababa de cruzar por la puerta.

Sonreí.

Justo a tiempo.

Sabía quién era.

Kevin.

Al escuchar los pasos que se acercaban, cerré los ojos nuevamente y fingí estar dormido. Era una andar gélido y, por lo tanto, muy familiar para mí. Eran los pasos de alguien mucho en la mente y poco en el corazón; los de alguien que evita guardar a personas en ese corazón, porque sabe que desaparecerán.

Ese chico y yo compartíamos mucho más que nuestra forma de caminar, compartíamos el mismo pecado. Pero él aún era un niño que necesitaba entender la diferencia entre el tronco y las hojas.

Me resistí a no levantar las pestañas y seguí repantingado sobre el sofá. Yo no estaba mirada pero intuí que él a mí sí.

Lo escuché tomar una bocanada de aire.

—Abra los ojos o duerma de verdad.

I neo mi... —murmuré.

—¿Cuál es su mayor logro? —soltó sin más.

¿Así que quieres jugar?

Abrí los ojos como si fuera virtuoso de paciencia y me dispuse a sentarme con la espalda recta.

—¿Vienes de un entrenamiento? —le pregunté, suponiendo por la mochila y la ropa deportiva que llevaba puesta.

—Usted dígame.

Estábamos a punto de comenzar un juego, uno que me mostraría con mayor exactitud qué había en su cabeza.

—No te fue muy bien, ¿cierto? —investigué.

Podía leer en sus ojos que, a diferencia de nuestro encuentro anterior, esa tarde había algo que le preocupaba.

—Antes contésteme usted —estableció—. ¿Cuál?

—¿Por qué debería? —interpelé, levantado mi pierna derecha para cruzarla sobre la izquierda.

—Porque le pregunté.

—Si todos obtuviéramos las respuesta a cada una de nuestras preguntas cuando y donde las queremos la vida sería muy fácil, ¿no te parece? Pero eso no pasa y esa una de las razones por las qué no me gustan las preguntas.

LA DAGA DE PAIN©Where stories live. Discover now