17. Castillos escoceses

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Suspira aliviada. Relaja los músculos del rostro y parece que Cupido le metió una flecha por el trasero.

—No podría culparte. Es un ángel que ilumina la negrura de un mundo irreparable en...

Niego asqueada con la cabeza, pidiendo que se calle.

—Créeme, tú y Howard podrían casarse ante los ojos del Papa en el Vaticano y me importaría una mierda. No me gusta, de la misma forma en que no me gusta que me fastidies. —Camino en reversa hacia la puerta antes de encogerme de hombros—. Lo lastimaste, ve a pedirle perdón y déjame en paz. Ahí tienes tu solución divina.

—¡¿Qué parte de que no me dirige la palabra no entiendes?! —Abre los brazos con frustración.

Su momento de víctima de Cupido pasa muy rápido a víctima de Lucifer.

—¡Y si no me habla no podemos seguir sentándonos juntos en la iglesia los domingos, y jamás llegaremos a graduarnos y dar el discurso motivacional que planeamos desde los 13 para que nuestros compañeros enderecen sus vidas! —Estrella su talón contra el piso, iracunda—. No iremos a la universidad para tener sesiones de estudio en la biblioteca donde nos conquistaremos dejando versículos bíblicos de amor escondidos en los libros del otro; no haremos un retiro espiritual al graduarnos, no me pedirá matrimonio en nuestra excursión a la Capilla Sixtina y no nos casaremos frente a nuestra congregación. —Sus ojos se cristalizan—. ¡No consumaremos nuestro amor ante Dios en un castillo escocés, él no podrá abrir una ONG para ayudar a los pobres niños africanos y yo nunca llegaré a ser presidente de los Estados Unidos de América! ¡Lo necesito, Jenkins! ¡Sino no tendremos tres hijos como los tuvo Noé, y no podremos llamarlos...!

Levanto las manos en una súplica para que se calle.

—Por amor a lo que sea que ames, no me digas los nombres.

Se toma el momento para inhalar hondo. Tiene las mejillas sonrojadas de impotencia, y cuando vuelve a abrir la boca, añado por si acaso:

—Y ni se te ocurra decirme que amas a Howard porque vomitaré.

Quedamos sumidas en un mutismo solo interrumpido por su fuerte respiración. Juraría que antes de este momento Mery Stuart no tenía glándulas lagrimales. Le agradezco que no haya dejado caer ninguna lágrima todavía, porque no sé cómo lidiar con llorones.

Kyla dice que una rama brinda más soporte emocional que yo, y tiene razón.

Abre el grifo y se lava la cara. No me siento mal por ella. Mentir tiene consecuencias y fue estúpido de su parte no reconocerlo y aceptar que la jugada con Howard le salió mal.

—Mira, no sabes el esfuerzo sobrehumano que requiere para mí no burlarme de tu plan de vida, pero te diré dos cosas —digo cuando cierra el agua—. En primer lugar, que si la cagas tienes que limpiar. Así que limpia tu mierda y espera que él apruebe la limpieza. —Tomo un par de toallas de papel y se las paso—. En segundo lugar, que si no lo aprueba no es el fin del mundo. Te enseña la lección de no volver a mentir si no estás dispuesta a lidiar con la porquería que te caiga encima.

Se seca el rostro y frunce el entrecejo, pensativa.

—Y es solo un chico, Mery. Hay miles de las ovejas que te gustan en los miles de rebaños del mundo, y ciertamente no lo necesitas para dar un discurso, ir a la universidad, a un retiro espiritual o a la Capilla Sixtina. Tampoco para visitar castillos o declararte el amor a ti misma con un dildo o mediante citas en Tinder. —Río ante su expresión horrorizada—. Hoy en día ni siquiera lo precisas para tener hijos, y mucho menos para convertirte en la próxima dictadora del país, para lo cual votaré en contra si te lo preguntas.

Éticamente hablando, te quieroWhere stories live. Discover now