1. Papilomas en la selva

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AZARIAH
EDÉN: 4 - AVERNO: 26

—¿Tienes un condón?

Me quedo inmóvil sobre su regazo. Tiene suerte de que todavía no nos hayamos quitado la ropa interior, porque de otra forma lo estrangularía con el elástico de sus bóxers.

—¿Eres imbécil o te haces?

Una arruga aparece entre sus cejas pelirrojas y el desconcierto lo lleva a dejar las manos quietas sobre mis muslos.

—No contestes, ya lo confirmé —gruño al apartarme para juntar mi ropa.

Era lo único de lo que debía hacerse cargo. No fue él la persona que sincronizó nuestros horarios, ni la que cruzó media ciudad de noche en su patineta sabiendo que cualquier degenerado podría intentar algo al verla sola, o la que voluntariamente se abrió de piernas ante una extraña y dejó que le vertieran cera caliente en la piel, aguantando cada tirón.

Literalmente pagué para que me hicieran sufrir y gasté mucho más de lo que vale una caja de condones.

Ya ni vale la pena depilarse por estos idiotas cuando ni siquiera son capaces de recordar —cuando ya se lo dijiste dos veces—, comprar un preservativo. De ahora en más seré la puta selva amazónica, les guste o no.

—Vamos, Az, no seas aguafiestas —dice Greg.

Me pongo los jeans y él se incorpora sobre un codo en la cama, con un puchero que me resulta más golpeable que besable.

—Termino fuera, lo prometo —ofrece como si se tratara de una negociación, cuando no hay nada que negociar.

Resoplo con incredulidad.

—Sí, claro, porque las enfermedades de transmisión sexual se quedarán charlando sobre el clima de mi vagina en la puerta y el líquido preseminal no existe.

Ni siquiera me contradice afirmando que está limpio como haría otro, con o sin pruebas. Con su reputación y clara falta de sentido común, es probable que la clamidia y el virus del papiloma humano estén teniendo una pijamada ahí adentro.

—Hay pocas probabilidades de bendiciones y lo sabes, ¿y qué sentido tiene la vida sin un poco de adrenalina? —Ríe.

Se sienta con las piernas colgando del colchón y me tiende la mano en una invitación. Me acerco y arrodillo sin vacilación.

—¿Conoces la Ley de Murphy, Greg?

Niega con la cabeza, pero está más concentrado malinterpretando la posición o fantaseando que procesando mis palabras. Intenta tocarme el pelo, pero le doy un manotazo que le deja la piel ardiendo. Extiendo el brazo debajo de la cama para rescatar mis zapatillas garabateadas. Ya dibujé todos los pares que tengo porque aburrirse en clase requiere de una escapatoria.

—La Ley dice que si algo malo puede pasar, pasará —explico sentada en la alfombra, ajustando los cordones—. Los bebés son malos, ¿entiendes el punto? Y créeme que no quieres una presunta bendición de esas con esta cara de perra encabronada porque no hiciste lo único que te pedí hacer, ¿cierto?

Continúa ahuecando su mano contra el pecho cuando ladea la cabeza, examinando la severidad de mi expresión.

—Bueno, la verdad que no, pero...

—¿Es que no dan clases de Educación Sexual en tu escuela? —espeto indignada, ya con la camiseta puesta.

Se echa a reír.

—Nuestras clases son un chiste. No te enseñan una porquería.

Es un buen punto, pero no una justificación completa. Si no te dan lo que necesitas, debes pedirlo. Si no te hacen caso, exigirlo, y, sino buscarlo en otro lugar.

Éticamente hablando, te quieroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora