Capítulo 10

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Capítulo 10

Wendy:

Desde pequeña había cogido el hábito de salir a patinar si el día era favorecedor. A mi padre le encantaba llevarme a dar largos paseos y excursiones sobre ruedas y cuando murió no perdí la costumbre. Aquel tiempo me permitía pensar mejor y me hacía sentirme más cerca de él. Lo echaba mucho de menos cada día: la manera que tenía de sacarme una sonrisa incluso en mis peores días, los domingos de tortitas y gofres, que me mimara como a la que más... A veces me preguntaba por qué la vida había sido tan cruel de arrebatármelo. ¿Acaso no había sufrido ya lo suficiente con la pérdida de mi madre?

Aquella mañana me levanté un par de horas antes para salir a patinar. Había un paseo asfaltado para andar en bicicleta o patines que desembocaba en una pequeña pista. No muchos se animaron a madrugar tanto, aunque no fui la única. Me puse los patines de color púrpura y los auriculares antes de comenzar con el paseo.

Había añorado tanto estar ahí, no tener que preocuparme por mi hermanastra ni por mi madrastra, no tener que ser sur sirvienta. Era libre, podía ser solo una chica con sus preocupaciones y miedos, con sus sueños y ganas de vivir. Allí nadie me causaría tanto daño como ellas. No sabía por qué razón Katrina había empezado a maltratarme y a abusar de mí; no entendía qué era aquello que le había hecho una niña pequeña como para hacerme la vida un calvario.

Recuerdo que al principio, cuando mi padre la conoció, era un dulce conmigo. Me trataba como si fuera su hija, incluso tras la boda. Sin embargo, tras la muerte de papá en ese accidente de coche, conocí su verdadera faceta, a ese demonio que habitaba en su interior. Hubo un tiempo en el que tenía un cuarto digno en la primera planta, que compartía tardes de juegos con Agatha y Dana, pero todo eso se fue al traste tras el fallecimiento de mi padre.

Él era un buen hombre, justo y bondadoso. Me había enseñado a ver siempre el lado bueno de las cosas, aunque estas estuvieran llenas de oscuridad. Gracias a él no me había rendido en todos esos años, no había dejado de luchar, pues una parte de mí, llena de orgullo, quería demostrarle a esa perra de mujer que daba igual todo lo que me hiciera, que no me iba a rendir así de fácil, que iba a luchar con garras y dientes hasta el final.

Tenía esperanza, esperanza por salir adelante cuando cumpliera la mayoría de edad absoluta. A pesar que en otros países a los veintiuno e incluso a los dieciocho se alcanzaba, en Ahrima no era hasta los veintidós años. Solo me quedaban unos meses para poder librarme de todo lo que me hacían pasar en casa, para poder cobrar la herencia que mi padre me había destinado tras su muerte y que Katrina administraba. Una parte dentro de mí sabía que parte de ese resentimiento hacia mí venía por eso, porque papá se había encargado de dejármelo todo a mí y que no había compartido con sus hijas lo que era suyo.

Suspiré alejando esos pensamientos y empecé a deslizarme.

Roté sobre mí misma un par de veces, subí una gran cuesta que luego descendí y seguí paseando. Hacía fresquito por la mañana, aunque no se estaba nada mal. Estaba segura de que en un par de horas el calor sería sofocante, pues en el valle en el que nos encontrábamos apenas había un resquicio de sombra y el aire apenas corría.

Adelanté a un par de corredores que me estorbaban y me preparé para otro descenso. Por lo general, no me amedrentaba con las cuestas y era capaz de bajar por cualquiera; sin embargo, aquella era la peor de todas. Sabía por experiencia que era sencillo caerse, más si no se controlaban los frenos o si, como le pasaba a esa, la curva era muy cerrada.

Menos mal que llevaba la protección, puesto que de lo contrario me habría partido un hueso cuando, sin poder evitarlo, me tropecé con un trozo de rama y perdí el equilibrio. Me di bruces contra el asfalto.

No es una historia de amor (Bilogía Alas II)Onde as histórias ganham vida. Descobre agora