Dimos otra vuelta y de nuevo encontré a la misma doncella yendo de aquí para allá ahora cargada con una bandeja repleta de copas de champán.

—Ahora sí. No soy muy fan de este tipo de fiestas, más que nada porque vienen de la mano de pequeñas reuniones informales. Si pudiera, ahora mismo estaría en mi dormitorio leyendo o dando un paseo nocturno. Ha quedado una noche preciosa y es una pena que se desaproveche, ¿no crees?

—A mí me gustan estas fiestas; me dan la oportunidad de sentirme como una princesa durante una noche. Es como vivir mi propio cuento, no sé si me entiendes.

Muchas mujeres querían experimentar lo que era ser una princesa y erraban al pensar que solo se trataba de lucir vestidos preciosos y asistir a bailes. Ser una reina implicaba mucho más. Mamá se pasaba gran parte del día revisando presupuestos, creando proyectos, asistiendo a veladas... Era un trabajo completo que incluso en ocasiones requería que viajara sola o únicamente con su marido. Recuerdo que de pequeño no entendía por qué no podía ir con ellos y me quedaba a cargo de una niñera, hasta que entendí que sus vidas eran un constante no parar.

Continué bailando con ella en silencio, no sabiendo qué decir para romperlo. Dimos vueltas y más vueltas por la pista del baile hasta que la pieza que la orquesta que mamá había contratado terminó. Me excusé alegando que iba a reunirme con uno de los ministros para huir de su lado y salir a tomar aire fresco al exterior. Las noches poco a poco se iban haciendo más cálidas.

A lo lejos, en un lugar apenas visible, escuché a dos mujeres discutir. Me acerqué movido por la curiosidad.

—¿Cómo se te ocurre actuar de esta manera, niña insolente?

—No me vengas con esas. Solo estoy cumpliendo con mi deber. No es como si me hubiera escapado de casa solo para asistir al baile. Ni tengo un vestido bonito ni las ganas de pasarme la noche dando vueltas como un tiovivo.

Aquella segunda voz me era tan familiar, pero no sabría deciros de qué.

Me acerqué todo lo que pude, pero me fue imposible verles el rostro. Eran dos mujeres, una más mayor que la otra. La primera estaba en una pose defensiva, con los brazos cruzados en torno al pecho. La segunda, en cambio, parecía querer estar en otro lugar en vez de allí. La primera se acercó a la segunda hasta que quedaron cara a cara.

—¡Me has desobedecido! Te prohibí que vinieras; es más, ¿no tenías una lista de tareas que hacer?

La más joven resopló con fuerza.

—¿Cuántas veces he de decírtelo, Katrina? Es mi trabajo y debo acatar todas las órdenes que me dan, me gusten o no. Hoy querían que atendiera en la fiesta. Siento si te ha molestado verme, pero, tranquila, nadie sabe que he venido y estoy siendo sigilosa y muy sutil. Tampoco es como si fuera a robarles el protagonismo a tus hijas; ya sabes que no soy tan rastrera. ¿Ahora vas a dejar que vuelva a mis tareas o deseas provocar que mi superiora se enfade conmigo y me despida? Recuerda que en ese caso no recibirás ni un solo centavo.

Aquello sonaba a amenaza. Me pregunté qué clase de relación tendrían esas dos personas. Parecían odiarse a rabiar.

Pese a la escasa luz, pude ver cómo la más adulta la señalaba con el dedo.

—Más te vale cumplir con todas tus tareas cuando regreses a casa. Me da igual si pasas la noche en vela, no me preocupa. —Hizo un amago de irse y me oculté detrás de lo primero que encontré: una columna—. Wendy, espero que nadie se entere de quién eres.

No pude verla bien, pero estoy seguro de que de sus ojos salieron chispas. Aquel tono helador con el que habló me puso los pelos de punta. De ser ella, no abriría nunca la boca y la obedecería sin rechistar.

No es una historia de amor (Bilogía Alas II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora