17. Una oportunidad de oro

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—¡Ya están aquí! —chilla Marta cuando mi mujer y mi hija llegan a la casa tan solo quince minutos después de mi aviso. Traen la cara iluminada y un par de chupa-chups gigantes. De esos que se abren y tienen dentro un montón de piruletas—. Ala... tienes el pelo largo... Qué... fea—murmura sorprendida al ver las extensiones de Nat. Cuánta sinceridad. Menos mal que mi mujer no la ha escuchado.

Las niñas se abrazan y Natalia nos saluda a Julia y a mí. Está muy sonriente. ¿A ella también le habrá perseguido el recuerdo de ayer...? ¿Se habrá hecho la misma pregunta que yo? No, mamarrachas, ¿cómo voy a preguntarle eso? No, no, no... Ni hablar. ¡Silencio!

—Hola, Laura—dice mi mujer, elevando del suelo a Marta para darle un beso en la frente y un achuchón.

—¡Pero que yo soy Marta!

—Mentira... si tú tienes cara de Laura.

—¡Siempre igual! —se queja la otra, zapateando en el suelo. No es que no las identifique, es que le gusta picarlas así... Como si no la conocierais ya. Tiene un don para hacer rabiar a los peques.

—¿Y mi niña preciosa? Ven aquí que te voy a comer—llama Julia a mi Elena, estrechándola entre sus brazos. Luego me la pasa a mí, y su olor a casa me envuelve en una paz indescriptible.

—¿Pero por qué no os ponéis unas etiquetitas o algo? Que si no me confundo... Aquí, en la frente. Como las tapas de los yogures que dicen: limón, fresa... —sigue a lo suyo Nat, levantando ahora a la verdadera Laura para darle un abrazo y un par de vueltas en el aire.

—¡Estás loca, tata Nata! —carcajea Marta.

—Os he dicho mil veces que no me llaméis así... ¿Qué queréis, que me enfade?

—Sí—ríen traviesas las tres, sabiendo a la perfección lo que viene ahora.

Natalia hincha sus mofletes y se agacha con cara de pocos amigos. Mi hija y las gemelas andan de espaldas entre carcajadas y muecas de susto... Hasta que mi mujer, cuando ellas menos lo esperan, echa a correr para hacerles cosquillas en un abrazo en el que caben todas.

—¿Y cómo es que te ha dado por bajar, tía? —le pregunto a Julia, que se sienta conmigo en el sofá tras el emotivo reencuentro.

—Pues porque en Madrid no para de llover y tú sabes lo que me gusta a mí una cervecita al sol... —dice en un tono más elevado que el mío para que se enteren también las niñas y Nat. Pero seguidamente se acerca a mi oreja, me aprieta el muslo y susurra—. Tenía ganas de verte bien... De veros bien a las dos.

Julia lo sabe todo. Nos llamamos casi a diario. Digo casi, porque a veces alguna de las dos falla. Pero está al tanto de mis avances con Natalia, de nuestro plan de empezar de nuevo, de las citas que hemos tenido... Bueno, de la de ayer no. No me ha dado tiempo a contárselo. Y qué bien que no lo he hecho, porque podré hacerlo en persona, que es todavía mejor.

Siempre digo que me gustaría tenerla más cerca. A ella, a mis hermanos, a la familia de Nat... Pero hay una cosa bonita en las tristes historias marcadas por la distancia. Y es el placer de los reencuentros. El momento en que dejas de echar de menos con un abrazo, con una sonrisa sin pantallas de por medio. A mí esa energía, ese nervio, esa medio timidez que me provocan los reencuentros me encanta. Me emociona. ¿A vosotras no os pasa?

También ayuda mucho a valorar. Cuando alguien querido vive a kilómetros de ti, se nota mucho más cuánto le importas, o cuánto te importa. Porque a pesar de la lejanía te llama, te busca, te visita... Y cuando os juntáis apreciáis aún más su compañía. No sé, solemos quejarnos mucho de la distancia, pero también tiene sus cositas positivas.

Ohana - (1001 Cuentos de Albalia)Where stories live. Discover now