CAPÍTULO 8

1.3K 190 20
                                    

Una de dos: o he muerto y estoy en el infierno, o me encuentro atrapado en la peor de mis pesadillas sin ninguna posibilidad inminente de despertar. En realidad, cualquiera de las dos opciones se queda demasiado corta para describir el horror que me produce permanecer en este despacho, sentado frente a Diego, mientras éste revisa mi trabajo con una calma insoportable. ¿Crees que soy demasiado dramático? Pues prueba a pasarte quince minutos a un metro escaso del hombre que quieres con una erección de campeonato en los pantalones y luego me cuentas. ¡Sí, esa cosa se ha puesto dura, otra vez! He tratado inútilmente de mantener mis retorcidas fantasías a raya, pero cuando estoy cerca de él, mi imaginación se descontrola y este cuerpo la sigue sin remedio. Como continúe así, acabarán por salirme cayos en la mano.

—Esto está muy bien —me dice Diego. Parece impresionado—. Perfecto, en realidad.

—Gracias —murmuro, ruborizado.

¿Por qué me sonrojo por un cumplido? Ni idea, supongo que tendrá algo que ver con la timidez de Fabián, ya sabes. A mí lo que me extraña de verdad es que pueda llegarme alguna sangre a las mejillas, puesto que pensaba que la tenía toda acumulada en otro sitio.

—Parece que lleves toda la vida redactando textos legales. —Levanta la vista de los papeles para dedicarme una mirada curiosa—. Además tu estilo me resulta muy familiar.

—Bueno, he intentado que quedase lo más profesional posible.

Por una décima de segundo, la idea de decirle que soy Verónica cruza por mi mente, pero en seguida la descarto porque no creo que eso terminase demasiado bien para ninguno de los dos. No quiero herirlo, ni tampoco me apetece nada pasarme mis últimos meses en la tierra con una camisa de fuerza puesta.

—¡Pues, lo has logrado con creces! —responde, sonriente. ¡Oh, Dios, no, esa sonrisa otra vez no! Estoy seguro de que ya no necesito esperar cuatro meses. ¡Voy a morir, aquí y ahora, de un dolor de huevos!—. ¡Tú vas a llegar muy lejos!

—Gra...gracias.

—Creo que es un tremendo desperdicio de talento que Sandra te tenga preparando cafés. Últimamente, estoy bastante saturado de trabajo, así que voy a hablar con ella para que me deje delegar algunas tareas en ti. ¿Qué te parece?

—Ge...genial, gra...gracias por la oportunidad. —¡Este tartamudeo es totalmente ridículo, ya debe pensar que soy gilipollas!

—De nada. En realidad, a mí también me va a venir muy bien tu ayuda —afirma con su letal sonrisa en los labios.

Después, se levanta de la silla para tenderme la mano y durante unos segundos me quedo mirando dudoso su brazo suspendido en el aire. No quiero tocarlo porque si siento el cálido roce de su piel contra la mía, no creo que pueda seguir conteniendo este irrefrenable impulso que tengo de lanzarme contra sus labios, pero soy muy consciente de que rechazar un saludo cortés sería una terrible falta de respeto hacia él.

No me queda más remedio que usar hasta la última gota de mi fuerza de voluntad para poder estrecharle la mano, y cuando finalmente nos tocamos, algo extraño e inesperado sucede. Es como un hormigueo o una tenue descarga eléctrica que nace en la palma, recorre el brazo y por último se extiende por todo el cuerpo. Al mismo tiempo, Diego abre mucho los ojos y se me queda mirando, boquiabierto, con una evidente expresión de estupor. A juzgar por su cara, no soy el único que lo está sintiendo. Durante unos interminables segundos, no quedamos congelados por la sorpresa, mirándonos fijamente el uno al otro, con las manos entrelazadas. Al final, logro reaccionar y lo suelto de forma brusca al tiempo que doy un paso hacia atrás para poner una muy necesaria distancia de seguridad entre nosotros.

—¿Has sentido eso? —me pregunta Diego, estupefacto.

—¿El qué? Yo no he notado nada —miento descaradamente.

Asuntos pendientes (completa)Where stories live. Discover now