De por qué escribo: Miedo y silencio

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Reía, corría por los pasillos, hablaba duro y jugaba al punto de ser casi insoportable. Cantaba, sin ninguna pena, canciones que ni siquiera sabía pronunciar. Yo no conocía del miedo. Él no me había poseído todavía, mi piel aún era virgen a su tacto. No conocía sobre los escalofríos ante un pensamiento, ni nudos en la garganta. 

De un momento a otro, me vi a mí misma sentada en la esquina de un pasillo. O, igual de frecuentemente, acurrucada en una esquina de mi cama, con una libreta entre mis manos, reprendiéndome a mí misma por haber dicho una sola palabra más de lo necesario.

Y desarrollé, a partir de mucho miedo y mucha imaginación, una rara manía: escribir. Escribía precisamente todo lo que no podía ser, todo lo que no podía decir, y nada menos. Nunca escribí simplemente por entretenimiento, por escapar de la realidad siquiera. Escribí por la más honda necesidad, y era que tenía unos gritos muy adentro que no tenía ninguna otra forma de sacar, tenía un gran hoyo dentro de mí misma, y la escritura era simplemente el único lugar donde podía ser, ser yo, ser con todo lo que se me viniera a la cabeza. Solamente en la escritura no me tenía que preguntar qué iban a pensar o decir, cómo iba a ser mi imagen... Era soltarlo, nada más.

Ya me había acostumbrado a mantener la boca cerrada, pasara lo que pasara. A reír y llorar sin hacer ningún ruido. Me desquitaba con las letras. Arañé el papel con el lápiz, casi rasgándolo. Las letras quedaban marcadas incluso en varias páginas debajo. Y yo escribía, con ira, con frenesí, con decepción. Taché una palabra. Taché la frase entera. Podía tachar cuantas palabras quisiera, ¿pero cómo tachar lo que se me había salido de la boca? Eso no. No lo podía deshacer, no lo podía editar, no lo podía controlar siquiera. A veces las palabras se me salían de la boca, y desde ese momento yo perdía todo el control sobre ellas. Eres dueño de tus palabras hasta que las sueltas, eso fue lo que yo había aprendido, a las malas, con mucha tristeza y muchas lágrimas.

Enterré el lápiz en el papel, sin mirar. Me di cuenta de que había rasgado la hoja cuando volví a ella mi vista. ¿Para qué escribir si no es para apuñalar el papel? Tiré el diario a un lado ...Y saber que todo había iniciado de una forma tan inocente, nada más que como un exceso de precaución.

Revisé las primeras entradas: no eran más que narraciones ingenuas de cada día. Anécdotas sin profundidad, sin más significado. Había escrito por escribir, y me parecía un sacrificio inútil de letras y de tiempo. En especial ahora que las palabras escritas eran lo más preciado, lo más ansiado; y las pronunciadas, lo más temido.

Nunca pude entender qué era eso que yo me había inventado. Ese miedo, ese temblar frente a mi propia voz, ese estar presa de todas las palabras. Parecía muy sencillo. Me había propuesto a mí misma no volver a hablar. Por lo menos cuando no fuera estrictamente necesario. Silencio y soledad: esas eran las baldosas donde daba todos mis pasos.

A duras penas conocía el vocabulario, leía de vez en cuando, y ya podía intuir la ferocidad de las palabras, cuál era su poder y su peligro. Sabía que pronunciar una palabra es someterse completamente a ella, es rendirse para que haga con su dueño lo que ella desea. Una sola palabra podía destruir un concepto entero, que con años y miedo, había formulado sobre mí misma. Una vez pronunciada, la palabra no te puede pertenecer. Ni siquiera yo me podía pertenecer a mí misma al hablar. Solo era capaz de hablar en lenguas, poseída por algún espíritu que se posara sobre mí. 

Me encontré, así, a menudo, hiriéndome con las palabras que había pronunciado y ya no podía retener entre mis manos. Me regañaba a mí misma por haberlas soltado, por dejarlas caer. Cierto, las palabras hacían fuerza por salir, pero más desgastante era la que yo tenía que hacer para represarlas. Dejar palabras sueltas es peligroso: ya no puedes saber qué pasará con ellas. Era mucho más seguro y fácil esconderlas, esconderme entre páginas de una libreta.

Grité. En letras, claro está. Terminada la sesión de gritos, lo demás era lo de menos. Tomé mi libreta, la cerré, la guardé debajo de una pila de cuadernos, y sabía que no tendría que preocuparme nunca más por ellas. Las letras de esas páginas serían mías por siempre. Las podía tachar si quería, reescribirlas, poner dibujos encima. Esconderlas y sacarlas a la luz a mi antojo, y nada más. Solo yo podía ver una libreta y conocer todos los gritos que se escondían ahí.

Mis alientos todos, se tradujeron a una única lengua: silencios y palabras, empapados en un mismo papel. Si la vida se me iba de las manos, la podía buscar en letras. Si me hundía en historias, podía agarrarme de alguna páginas, por lo menos hasta encontrar la mía. Entonces no le encontré sentido a hablar, si la escritura ofrecía un mundo donde se podía andar con mucha más fluidez y tranquilidad.

Una sola, una sola palabra de más podía volver monstruosa una oración entera. No quise hablar. Me preguntaron. Me sentaron en sillas inquisidoras, se pusieron al frente mío, y me dijeron que no se moverían de allí hasta que yo no pudiera hablar. No podía. Pero ellos ya se habían empeñado en arrancarme las palabras, a la fuerza, como fuera, aunque tuvieran que llevarse parte de mi piel también. Parecían cuervos picoteando, y yo me sentía herida, desnuda, expuesta. Ellos ya sabían de mis palabras y de mi silencio. No era mío. Me dejaron temblando, con la garganta forzada, sin querer volver a hablar. Me habían despojado de todas mis palabras.

Era de noche. Yo seguía sentada en un rincón de mi cama, acurrucada contra mis piernas. Miraba hacia el vacío, y pensaba. Sentía de nuevo sus picos de gavilán, arrancando palabras de piel, de a jirones. Usurpando, como un pájaro busca alimento escondido entre la tierra. Miraba hacia el vacío, y no quería saber más. Temía a refugiarme en palabras, pues no parecían más un refugio. Una condena, tal vez. Quería hablar, quería gritar, pero no fui físicamente capaz. Me salió un murmullo débil, en una voz aguda, quebrada, que ni siquiera yo misma alcanzaba a entender. Mucho menos lo harían los otros.

Lloré. Sentía una ira inmensa. Me habían destruido un pequeño mundo, un jardín entre mis páginas, que era lo único que yo tenía.

Y el miedo. Salía solamente cuando estuviera segura de que nadie me podría ver. Si nadie me ve, no hay posibilidad de que me hablen, de que les tenga que hablar.

Miré hacia ambos lados de la puerta antes de salir, lista para poner y quitar las máscaras habituales. Aunque iba descalza, el miedo que cargaba en mis piernas me daba la necesidad de la absurda certeza de no ser vista. Pero incluso eso fue una ficción, pues el miedo mismo me hizo quedarme ahí. El miedo, todo mío (¿o yo toda de él?), parecía ser capaz de reescribir diarios enteros, fabricados con tanto esmero. Yo solo podía vivir entre mis márgenes, arrastrando mis palabras a todo lado; mis palabras y no mi voz. Solo entonces me di cuenta: las historias escriben al escritor. Pues yo ya no podía conocer otro modo de moverme por el mundo.

Entonces no me quedó otro remedio que tratar la vida como una historia más, cuando ya las fantasías me empezaban a desprender de mi mundo. Perdía la noción de lo real y lo ficticio, aunque la realidad nunca me fuera a funcionar igual que una historia. Pero yo quería pensar que sí, creer que la realidad también la podía moldear a mi manera, como cualquier historia; que podía olvidar las reglas, narrar en desorden, y contar solo lo que quisiera contar. Paso a paso, avanzaba por mis páginas. Y cada noche, me narraba a mí misma, lo que día a día se convertiría en mi historia, la única que yo podría vivir. Porque ya había abandonado toda esperanza de vivir con los pies en la tierra, de actuar por mí misma y no por medio de personajes disfrazados de mí (¿o yo disfrazada de ellos?).

Nota. En esta parte de mi vida me basé para la historia La Jaula en Jaulas invisibles. Dejo el link en comentarios. Los invito a pasarse, y gracias por leer. <3

EsquirlasWhere stories live. Discover now