De por qué escribo: ahogos y letras

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Pueden encontrar una versión re-editada de esta mini-serie en la revista Literariedad en el link externo (al final de la página, a la derecha de los símbolos de redes sociales) o en los comentarios. Los invito a pasarse también por allí.

Parte 1. 

Los impulsos suelen llegar hasta mí en medio de alguna clase desconcentrada. Sed, sed, la sed de escribir llega de nuevo a mí. Se represa, de a pocos, hasta romper con toda barrera que le intente poner. Se me seca la garganta, hasta no poder, y entonces debo mover mis brazos como a punto de ahogarme, todo por acceder a la superficie, para calmar esta sed. Agarré mi bolso, busqué a tientas, desenfrenadamente, lo primero que me pudiera servir para escribir, y la primera superficie más o menos limpia donde pudiera hacerlo. Y a escribir, como si se tratara de una carrera por la vida. Pero acá nadie escribe para ganar(le) a nadie. Escribo para mí, en mí, sobre mí, conmigo. Con mis manos, sobre mi piel, para calmar mi sed. Pero es cada uno, con sus letras, revolcándose en un aire que de ningún modo podría ser más suyo. Tal vez por eso, sea la escritura lo más propio que se pueda tener, acaso lo único que se tenga y que permanezca.

Es una sed que no sacia, eso es claro. "Ojalá tus palabras te sirvieran a ti misma. Podrías respirar a partir de ellas." Pero no, no me sirven. Siempre me las he tragado enteras, se han tornado venenosas dentro de mí, y por eso no me sirven ni siquiera a mí misma. Si me sirviera lo que escribo, no estaría andaría por acá escribiéndolo. Lo estaría viviendo. Lo haría yo misma. Si viviera, entonces no tendría que escribir. Pero es al contrario: estoy muy ocupada imaginando como para vivir. No escribiría sobre hazañas si pudiera llevarlas a cabo yo misma. Y no me inventaría tantos personajes si pudiera serlos yo. No escribiría sobre gritos si mi garganta los pudiera soltar.

Y, sin embargo, escribo sobre ahogos y desasosiegos, que son precisamente lo que vivo. Pero al igual que con lo que no puedo realizar, estos son también incapacidades. Escribo entonces por incapacidad, y no al contrario. Mi despertar a la consciencia ocurrió al mismo tiempo que mi dormir a la acción. Empecé a sobrepensar, y dejé de actuar. Una cosa y otra, no ambas. Debe ser por eso también que siempre he observado el mundo desde afuera, y no soy yo. Porque durante casi tres años estuve encerrada en letras, y excluida de cualquier otra acción posible. Escribir es la única forma que tuve de redimir mis silencios.

Y todos los años que fueron silencios en mí, los redimo. Redimo mi vida misma, que se ha compuesto mayormente de silencios, silencios de distintos tonos. 

No sé en qué orden pudo haber ocurrido, en realidad. No sé si primero callé para poder entonces escribir eso que me había prohibido decir; o si fue al contrario, y al escribir me fui dando cuenta de lo poco placentero, lo difícil, lo tosco, que hablar podía llegar a ser, cuando en cambio, me podía deslizar suavemente entre letras, sin ningún temor.

Hacia los once años, mi garganta se cerró. Me estuvo asfixiando hasta saber que no podría más. No entraba el aire, y no salían las palabras. Poco faltaba para olvidar incluso el tono de mi voz. Cualquier represa aumenta la presión en sus bordes. Me iba a desplomar hacia adentro, o hacia afuera, pero en algún punto tendría que estallar.

Para todos, estará prohibido pronunciar algunas palabras en algunos contextos. Para mí, toda palabra, todo resonar de mis cuerdas vocales estaba prohibido. El exterior, el aire donde todos los sonidos resuenan, era el lugar prohibido que mis palabras no podían pisar sino descalzas, como su propia pequeña zarza ardiente. El sonido, el fuego que no se puede ver ni tocar. El miedo me cegó.

De qué me servía toda la convicción por decir una palabra, un monosílabo aunque fuera. Mi garganta podía tener toda la fuerza para traicionarme sin piedad. El resto de mi cuerpo tampoco ayudaba mucho, ni pretendía algún día hacerlo. Las manos me temblaban. Respiraba con dificultad. Y, sobre todo, con cuidado, para hacer el menor ruido posible. Que ni siquiera mi respiración pudiera despertar al ruido, que ni siquiera mi cuerpo se diera cuenta de que seguía vivo, para poder mantener en silencio sin ninguna culpa. Mi lengua era extranjera ante todas las demás. Se movía torpemente por mi boca, se enredaba en sí misma. ¿Podía olvidar todas las palabras en un solo segundo?

Sí. Toda palabra hablada, por lo menos. Lo que solía gritar, ahora solo era capaz de musitarlo, en una voz quebrada, débil, que no sabía entender ni a sí misma. Un murmullo que ni siquiera yo podía alcanzar a escuchar. En eso se habían convertido todos mis cantos. 

EsquirlasWhere stories live. Discover now