A veces me sentía agobiado, no sabía cómo lidiar con su actitud manchada de desconfianza. Cuando se encelaba parecía convertirse en otra: me insultaba, dejaba de hablarme hasta que pasara su coraje, amenazaba con dejarme, y lloraba mucho. Todo eso significaba una carga emocional muy grande para mí, pues creía que su inestabilidad podría llegar a perjudicarla de una manera más profunda y grave. No quería decírselo a mis amigos, quienes sólo sabían una pequeña parte del problema, pues sabía cuál sería su consejo: terminar con ella.

Pero yo no quería hacerlo. 

Era sencillo juzgar cuando se ve el panorama desde fuera, todo te parece más fácil, porque tus sentimientos no están involucrados y la resolución puede ni siquiera afectarte; pero cuando estás dentro del escenario, y eres uno de los protagonistas, cada acción se torna como un arma que puede ser utilizada en tu contra o en la del otro, y lo único que deseas es que ninguno salga herido. Entonces, las posibles advertencias de mis amigos sobre romper la relación no me servirían, pues ni siquiera me molestaría en escucharlas ya que ellos no comprendía mi sentir. 

De modo que, cada que comenzábamos una pelea, me esforzaba por no dejarme llevar por el enojo momentáneo y caer en ese ruin juego, en el que la principal regla parecía ser lastimar al otro. Me quedaba callado, la escuchaba, aunque a veces sus palabras me dolieran y quisiera huir. Pero así como ella estaba cegada por celos, yo también tenía una venda sobre los ojos, la cual me impedía ver más allá del amor que sentía por ella. Y todo se resumía en poner sobre un lado de la balanza los increíbles momentos que compartíamos juntos, los cuales eran mayoritarios, y en el otro aquellos desbalagues que la impulsaban a actuar de forma errónea e impulsiva. La respuesta siempre era la misma, y decidía sobreponer mi amor por ella ante los problemas que cualquier pareja padecía.  

—¿Qué hora es? —pregunté mientras acariciaba su brazo, rompiendo el ambiente silencioso. 

—Casi las diez... —respondió con voz soñolienta—. ¿A qué hora llegará tu mamá?

—Hasta el mediodía —dije luego de un largo bostezo. 

—Entonces hay que vestirnos y bajar a desayunar antes de que llegue. —Hizo un ademán perezoso de levantarse, pero la detuve, sujetándola con fuerza contra mi cuerpo.   

—Sólo espera un rato más, me encanta tenerte aquí. —Inhalé su aroma, una extraña combinación entre el olor a tabaco y lo que aún quedaba de su fragancia de chocolate—. No me gusta estar solo.

—Lo sé —Me dio un rápido beso en la nariz—. Por eso viviremos juntos cuando vayamos a la universidad, ¿no?

Asentí. La simple idea causaba un revuelo en mi interior.

Lo habíamos conversado durante una noche de sobriedad, en la que el romanticismo predominaba en cada una de nuestras palabras y actos. Fue un momento en el que permitimos querernos sin límites, soñando con un futuro juntos, el cual comenzaría cuando nos mudáramos de ciudad para estudiar la universidad. 

Nuestros planes eran sencillos, los que cualquier pareja de adolescentes enamorados imaginaría en una urbe nueva, donde nuestros padres no pudieran tener algún control sobre nosotros ni se entrometieran en las decisiones que tomáramos. Viviríamos juntos, pero en secreto para ellos, sin preocupaciones económicas verdaderas, sujetos al dinero que nos proporcionarían semanalmente para comprar suministros y pagar la renta. 

Iríamos a la misma facultad, la cual abarcaba diferentes áreas de la salud, aunque en edificios diferentes. Nuestra meta era graduarnos lo antes posible, para conseguir un buen trabajo, comprar nuestra propia casa, y un sin número de ensoñaciones anexas al estereotipo de una vida común, pero feliz. 

Para la chica que siempre me amóWhere stories live. Discover now