Epílogo.

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París, agosto de 2019.

Harry Styles abandonó Londres en el invierno de 2016 y nunca volvió, por lo menos, no hasta ahora, no en poco más de tres años. Tal y como su madre lo había planeado para él, se instaló en su nuevo departamento en Nueva York y asistió a la NYU para terminar la carrera de Derecho. Conoció gente nueva, hizo amigos, asistió a terapia con un neuropsicólogo e incluso consiguió un trabajo de pasante en un bufete de abogados para poder costear sus gastos. Sus días se volvieron cada día más ajetreados y, durante el día, casi olvidaba el peso que le hundía el pecho, hasta que volvía a su apartamento y, religiosamente, esperaba que ella se conectara por Skype para hablar con ella. Muchas veces esto era de lo más complicado, porque entre Nueva York y Londres había cinco horas de diferencia. Pero a ella no le importaba quedarse despierta hasta la una de la mañana en un día de semana sólo para hablar media hora con él, allí, en los Estados Unidos, donde apenas eran las ocho de la noche. A ella no le hubiera importado quedarse despierta toda la noche.

Así pasaron los primeros seis meses y, tanto Harry como ella, en distintas partes del mundo, terminaron el primer año de la carrera. Y entonces, sin aviso previo, un domingo por la mañana Harry recibió una llamada de su suegro, William Simons. Cuando cortó la comunicación, la carcajada que soltó fue tan fuerte que se le llenaron los ojos de lágrimas. Lo que él no sabía era que, desde el otro lado del océano, ella estaba gritando. Y llorando.

Lola Simons llegó al JFK, el aeropuerto de Nueva York, a mediados del mes de julio del 2016, justo después de haber cumplido los diecinueve años. Su padre, por medio de sus numerosos contactos, le había conseguido un lugar en la carrera de Ciencias Económicas, nada más y nada menos, que en la NYU. Iba a terminar los tres años que le quedaban allí, junto al amor de su vida.

Él la estaba esperando, naturalmente, en el JFK. Los ojos se le iluminaron de tal forma que esos orbes del color de las esmeraldas fueron lo único que Lola pudo visualizar en el momento. Ella reparó en que él tenía el cabello muchísimo más largo y él, en que ella estaba ligeramente más delgada. Pero, para ser sinceros, a ninguno de los dos le importo demasiado estas diferencias; estaban juntos, otra vez, después de los seis meses más largos de sus vidas. Se abrazaron, se besaron, hicieron el amor y hablaron toda la noche hasta que, finalmente, ella se durmió aferrada a su cuerpo cuando el sol comenzó a salir.

Los años pasaron, tres, para ser exactos, y, para comienzos del 2019, el neuropsicólogo le dijo a Harry que ya no creía necesarias las terapias; ya estaba casi del todo recuperado y, a pesar de sufrir un par de lagunas ocasionales, recordaba todo. Lola, gracias a su habilidad nata de llorar por todo, rompió en lágrimas cuando el doctor le estrechó la mano a Harry y lo felicitó por haberlo logrado. Todavía no podían creerlo. Lo habían logrado. Harry era el mismo de siempre. A fin de cuentas, Anne sí había tenido algo de razón después de todo. Fue a raíz de esto que la relación con su madre volvió a encausarse. Hasta entonces apenas había hablado con ella, pero ese día la llamó con la alegría de un niño que se saca su primera calificación alta en el colegio.

Meses después, en junio de 2019, Lola y Harry se graduaron, terminaron el curso intensivo de francés y comenzaron los preparativos para marcharse. No se iban a quedar en Nueva York, pero tampoco iban a volver a Londres; esa era la promesa que Harry le había hecho aquel día de enero en el aeropuerto antes de marcharse, y pensaba mantenerla. Junto con sus abundantes ahorros, producto de que ambos tenían buenos trabajos y que gastaban lo mínimo y necesario, sumado a un poco de dinero que sus padres les habían enviado y el de la venta del departamento en el que estaban viviendo, compraron dos billetes de avión y rentaron un pequeño departamento en París, donde, actualmente, estaban viviendo hacía apenas un mes.

Over Again. | h.sWhere stories live. Discover now