Un vehículo se emparejó a la camioneta de David, y en el interior de aquél iban apretujadas las seis personas a las que esperábamos, quienes hablaban con voces animadas. Mario y Andrés se bajaron de la parte trasera del automóvil a tropezones, comentando que estaban hastiados del largo viaje que emprendieron muy temprano para ir por todos los pasajeros. La distancia entre las casas de cada uno era considerable. Sin embargo, Alberto, el designado conductor, se rió por lo exagerados que podían llegar a ser y Catalina los reprendió al no ser agradecidos con su novio por la tarea que le encomendaron con cierta obligatoriedad. Ximena y Melissa bajaron la ventanilla sólo para saludarnos, eran las más alegres por el viaje, pues sería el primero que harían juntas al lago Munik.

Mario discutió con Andrés por saber quién de los dos sería el copiloto en la camioneta de David, pues quien dominaba ese asiento era el que controlaba la radio durante todo el camino hasta el lago. Como en la mayoría de sus discusiones decidieron resolverlo jugando "piedra, papel o tijera", el primero en ganar obtendría el beneficio deseado. Todos observamos la disputa, Ana con mayor interés y curiosidad; los dos chicos ocultaron la mano detrás de la espalda y contaron hasta tres para revelar su elección: Mario sacó papel y Andrés piedra. Éste último se lamentó, pero no había nada más qué hacer, la firmeza del resultado obtenido en su método era inmutable.

El ganador se deslizó dentro del automóvil y reafirmó su autoridad encendiendo el radio. No lo admití en voz alta, pero me alegró que él ganara, ya que compartíamos gustos semejantes en la música y sabía que elegiría una lista de reproducción para el viaje que me gustaría. Conectó su teléfono celular con el cable auxiliar y seleccionó una canción de The Beatles. El resto de nosotros ocupó su respectivo lugar en la camioneta, y el otro carro arrancó después de que partiéramos para seguirnos.

Me gustaba observar el trayecto al lago, al dejar atrás los matices grises de los edificios de la ciudad, la carretera por la que viajábamos se convertía en una imagen cubierta de árboles y diversa vegetación, y en esa temporada de ocasionales lluvias el color predominante era el verde, a diferencia de invierno en el que los tonos cambiaban a amarillo, café y anaranjado.

Andrés y Ana conversaban de un programa de televisión sobre homicidios cuando comenzó una de mis canciones favoritas de los Beatles: Here comes the sun. No pude resistirme a susurrar la letra mientras tamborileaba con los dedos sobre mi pierna al ritmo de la música, y entonces me di cuenta de que Ana terminó su conversación para escucharme. La miré, sin dejar de murmurar, pero ella me hizo un gesto con las manos para pedirme que elevara la voz. Me reí, pero hice caso a su petición.

Little darling

The smiles returning to the faces

Little darling

It seems like years since it's been here*

Sujeté a Ana por las muñecas y moví sus brazos de arriba a abajo en un baile improvisado mientras cantaba y ella se carcajeaba. No se intimidó ante mi repentino tacto, me otorgó la confianza que se le brinda a una persona que conoces bien. Dejó que manipulara sus extremidades a mi antojo, sacudiéndola y meneando su cuerpo con rítmicos movimientos. Entre nosotros surgió de inmediato esa facilidad para conectarnos y dejarnos llevar por el momento. Continué con mis absurdos ademanes hasta el final de la canción y en todo ese lapso no dejó de reírse al igual que los demás pasajeros.

David me observó con diversión por el retrovisor, sin embargo, pude percibir una insinuación en su mirada a la que no pude responder, pues volvió a centrar su atención en el camino. Después me tomaría el tiempo para hablar con él a solas.

Tras cuarenta minutos de viaje, llegamos a nuestro destino. Aún no eran ni las diez de la mañana, pero la mitad del terreno de aparcamiento estaba ocupado por vehículos de distintas clases. Nos estacionamos lo más cerca posible del sendero que conducía al lago, queríamos disminuir el fastidio de tener que caminar con todas las mochilas y cajas que llevábamos. Cada quien tomó sus pertenencias y nos dividimos el resto del equipaje; a Ana le tocó llevar una hielera vacía que cubría casi la totalidad de su torso, haciéndola parecer más pequeña de lo que era, por mi parte tuve que cargar tres cartones de cerveza, con la misma advertencia de siempre: cuidar de ellos como lo más valioso.

Para la chica que siempre me amóWhere stories live. Discover now