24: A campo abierto

3.6K 388 114
                                    

Después de esa visita, Alessandro y Rebecca abandonaron Inglaterra y volvieron a Francia, en búsqueda de un nuevo dato importante: debían encontrar la forma para usar los colmillos al revés, como Rebecca comenzó a llamarlo.

Sabían que encontrar a alguien que pudiera hacerlo sería difícil, pues el único vampiro al que conocían que podía hacer eso estaba muerto. Al principio, decidieron que preguntarían a otros vampiros, pero después pensaron que llamaría demasiado la atención, así que volvieron a investigar por su cuenta, hasta que Alessandro cayó en la cuenta de un detalle:

—¡Pero si tú ya lo sabes hacer!

Rebecca lo miró con sorpresa.

—¿Que yo sé qué?

—¡Tú sabes cómo lo hacía Mortimer! Dices que te dio su sangre cuando despertaste... ¿No tienes parte de sus conocimientos? Debería haber bastado...

Se dijo que Alex tenía razón. No había pensado en eso, pero decidió concentrarse y buscar la información en su propia mente, tratando de encontrar algo útil entre lo que quedaba de sus pensamientos. Con el tiempo, los recuerdos de Mortimer se habían ido borrando y los que aún quedaban por ahí se habían mezclado con sus propios pensamientos y memorias, así que Rebeca tuvo que buscar con cuidado para poder encontrar algo.

Por fin, un leve atisbo de una memoria muy antigua —una memoria de mucho antes de que ella naciera— le dejó saber que los colmillos de vampiro tenían cierto mecanismo interno que permitía inyectar la sangre como se haría con el veneno.




No dijo nada, pero comenzó a jugar con su lengua, tocando sus propios colmillos.

Se dio cuenta de que estaba haciendo muecas y gestos raros, pues Alex la miró extrañado y, al mismo tiempo, divertido.

Cuando encontró lo que buscaba, le dijo a Alex lo que debía hacer, describiéndoselo como activar una palanca de reversa.

Él también comenzó a hacer muecas, intentando encontrarlo, y luego hicieron una prueba una noche después, durante su salida de caza.

Rebecca fue la primera en intentarlo, jugando una vez más con sus colmillos y luego mordiendo una tela blanca. El efecto fue inmediato: sintió un líquido tibio salir de entre sus dientes y al instante la tela se tiñó de un intenso color rojo sangre.

Alex batalló más. Él no tenía la información exacta de cómo debía hacerse y Rebecca no podía darle mucha ayuda, pues no era algo fácil de describir. Las primeras veces que lo intentó, la tela solo se manchó de un color amarillento característico del veneno.

Las últimas salidas de cacería que tuvieron fueron planeadas. Ambos debían encontrar a una víctima que tuviera aproximadamente las mismas características del otro: la misma estatura, la misma complexión... Todo para que, al momento de inyectar la sangre, la cantidad fuese exacta. De lo contrario, todo terminaría muy mal.

Eligieron cuidadosamente a sus últimas víctimas, y la última noche Alex y Rebecca se alejaron de la ciudad y fueron a algún lugar apartado en el campo, en donde nadie pudiera molestarlos.

A la luz de la luna, Rebecca observó un muy hermoso paisaje. Estaban de pie entre hierba alta y a su alrededor había árboles muy grandes, y podía escuchar un arroyo de aguas cristalinas corriendo cerca de ellos. Todo se veía en tonos azules y grises y tuvo la esperanza de que, si lograban su objetivo, pronto vería la pradera iluminada por la luz del sol.

El sol.

Quiso sentirlo de nuevo.

—¿Estás lista?

El último Hawthorne: Sol de MediodíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora