20: Emboscada y traición

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El pequeño Sinuhé obtuvo su propia habitación luego de que cumplió un año. Solía ser tranquilo, durmiendo todo el día tal como hacían sus padres, y despertando solo cuando el sol se ocultaba.

Rebecca apagó la chimenea esa noche, luego de que llevaron al bebé a su cama apenas un par de horas antes del amanecer. Habían terminado su cacería y no tenían mucho por hacer, además de que en el exterior el cielo había dejado caer una tormenta desde un par de horas atrás, así que ella y Alessandro se dirigieron a su habitación para descansar.

No habían pasado más de un par de minutos hasta que escuchó que el niño comenzaba a llorar, así que fue ella quien volvió a salir de la habitación para revisar a su hijo.

Al cruzar la sala notó que el fuego en la chimenea estaba encendido de nuevo; el atizador se había quedado dentro de las llamas y había algo más adentro.

Sin embargo, y aunque recordaba perfectamente haber dejado solo un fuego moribundo, no prestó mucha atención a eso, pues en lo único que podía pensar en ese momento era en llegar junto a su bebé, que lloraba de una manera desesperada.

Al entrar a la habitación de Sinuhé todo se sumergió en un silencio que a Rebecca no le agradó nada. Aún con un desagradable presentimiento oprimiéndole el pecho, se acercó a la cuna de su hijo, escuchando la trabajosa respiración del bebé.

La preocupación le abrumó de golpe. Los niños vampiros no podían enfermar, ¿o sí?

Lo sujetó en sus brazos y, al tocar su cabeza, notó algo húmedo entre sus dedos. Al mirarse la mano, encontró algo que reconoció de inmediato: sangre.

Dio media vuelta para avisarle a Alessandro, pero al tratar de girarse se encontró con que la silueta de un hombre le impedía el paso.

Estaba demasiado cerca de ella.

Derek.

Emitió un grito ahogado y, apretando al bebé contra su pecho, comenzó a retroceder mientras Derek se le acercaba, acorralándola contra la pared.

La luz de un rayo iluminó la cara de Derek y, para el horror de Rebecca, eso le permitió descubrir que su boca estaba manchada de sangre. La sangre de su niño.

Derek se acercó despacio hacia ella, casi como un depredador que sabe que ha logrado acorralar a su presa, mientras Rebecca seguía debatiéndose entre gritar para prevenir a Alex o quedarse callada para que Derek no lo lastimara.

«Mi hijo se está muriendo y no puedo hacer nada.»

—No te muevas —susurró Derek—. Y que ni se te ocurra hacer algún sonido.

Sus manos se aferraron a las de ella, como buscando algo, y al instante siguiente su bebé se había esfumado. Derek lo tenía entre sus brazos y volvió despacio a la cuna sin quitarle la mirada de encima mientras volvía a recostar a Sinuhé en ella, para luego volver a prestarle toda su atención a Rebecca, acercándosele como ese depredador que desea jugar con su presa antes de hacerla pedazos.

La sujetó por los hombros y permaneció en silencio, impidiéndole moverse y obligándola a escuchar cómo la respiración del bebé se volvía más lenta y menos profunda. Menos de un minuto después, el silencio se hizo total.

Si Rebecca había estado paralizada antes, en ese momento se sentía siquiera incapaz de reaccionar. Era como si todo en ella hubiese muerto al mismo tiempo que su hijo.

—Eres un... —dijo con un hilo de voz, intentando contener el torrente de emociones que la habían asaltado.

La ira pareció nublar cualquier otro sentimiento y la obligó a reaccionar. Intentó abofetearlo, pero él detuvo su mano y la dobló hacia atrás en una dolorosa posición, arrancándole un gemido.

El último Hawthorne: Sol de MediodíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora