4: Viaje en barco

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Pasaron muchas cosas al mismo tiempo.

—¡Mira lo que hiciste, inútil! —gritó el hombre de la gorra azul al que había soltado el ataúd.

Un ataque de pánico hizo que Alessandro se tensara, prácticamente desapareciendo del lugar donde estaba parado con un movimiento tan veloz que ninguno de los humanos a su alrededor —ni siquiera Rebecca— logró verlo.

Se quitó el saco, arrojándolo tan lejos como pudo y brincó dentro del ataúd mientras todos intentaban aún procesar lo que había sucedido. Todos siguieron sin darse cuenta, así que esperó unos segundos completamente quieto, con los ojos cerrados y con las manos reposando sobre su estómago, hasta que alguien reaccionó.

Un grito de horror casi consiguió hacer que sus ojos se abrieran.

Un grito de horror que no había sido fingido y que había escapado de los labios de Rebecca, seguido casi de inmediato por un llanto desesperado.

La muchacha se giró para no ver aquella escena, cubriéndose el rostro con las manos y sintiendo que un nudo en su garganta le impedía respirar.

—Señorita, lo sentimos mucho —dijo el que había dejado caer el ataúd, acercándose a ella.

—¡Ven y ayúdame, tonto! —ordenó a gritos el otro hombre.

Rebecca se giró un poco, tomando el valor para espiar entre sus dedos. Sin embargo, al ver que Alessandro seguía metido ahí dentro, la muchacha tuvo que girarse una vez más, dándoles la espalda.

Se dijo que estaba exagerando, que estaba segura de haber notado el momento en que Alex había saltado al interior, pero eso no lograba convencerla de mirar de nuevo. No cuando un desagradable recuerdo brincó en el fondo de su mente.

Respiró profundo, intentando contener las náuseas que habían aparecido para complementar el cuadro.

Los dos hombres se apresuraron a poner la tapa en su lugar. Escuchó que uno de ellos, el muchacho más joven, hablaba en murmullos:

—Esto es muy extraño. Seguro que es de mala suerte. Es el segundo ataúd que debemos subir hoy.

—Cállate. Sabes que la familia pagó muy bien para que nadie comentara al respecto.

Rebecca bajó las manos lentamente, interesada en la conversación. Intentó acercarse a ellos, buscando escuchar de forma discreta.

—Deben ser gente con influencias —siguió diciendo el de la gorra azul—. O alguien relacionado con la mafia. Dicen que son familias muy, muy antiguas. Hay rumores de que ni siquiera son humanos, si crees en esos cuentos...

»¿No crees que se parece al hombre que venía con ella hace unos minutos? —añadió muy por lo bajo. Tanto, que Rebecca muy apenas alcanzó a escuchar.

—Sí. Por cierto, ¿en dónde se habrá metido?

—¿Quién desaparece así de rápido? —añadió en tono frío, ignorando la pregunta del otro muchacho, haciendo pensar a Rebecca que sospechaba algo, tal vez relacionado con esas familias antiguas—. ¿No es extraño que alguien desaparezca así como así y que luego el hombre que va en el ataúd sea igual a...?

Una señal de alerta brincó en su cabeza, haciendo que se pusiera a la defensiva. No estuvo muy segura de por qué, pero sintió que aquello estaba yendo por un camino demasiado peligroso, así que optó por interrumpir, fingiéndose indignada:

—Era su hermano. Eran gemelos. Y también era mi hermano —añadió, recalcando las últimas dos palabras.

Al darse cuenta de que los había escuchado, ambos hombres se quedaron callados. El marino más joven tuvo la decencia de sonrojarse y apartar la mirada, pero el de la gorra azul la miró como si yo no tuviera derecho alguno de hablar. Algo más pareció brillar en el fondo de sus ojos, haciendo que la muchacha se sintiera repentinamente expuesta y vulnerable. Casi una clara amenaza de lo que planeaba hacerle si llegaban a quedarse solos.

El último Hawthorne: Sol de MediodíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora