12: En la Plaza de San Marcos

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Rebecca dejó la casa de Mortimer tan pronto como el sol se lo permitió. De la misma forma en que conocía ahora el plan que el viejo vampiro había dejado para ella, conocía el camino hasta Venecia, la ubicación de la casa y, por supuesto, la casa misma.

Sabía que había más de una entrada oculta que podría utilizar para colarse dentro sin problemas, así que aprovechó aquella que parecía ser más clara en las ideas de Mortimer, arreglándoselas para entrar en la casa sin toparse con nadie conforme se desplazaba por los pasillos. Llegó al salón donde los habían llevado la primera vez que estuvieron ahí, pero no se detuvo y siguió su camino, encontrando varias puertas más, hasta que escuchó pasos acercándose.

Pegó su espalda contra la pared y se deslizó así por un pasillo entero, caminando deprisa al escuchar que esos pasos cada vez sonaban con más claridad, más cerca. Sin embargo, la pared pareció desvanecerse detrás de ella, haciéndola caer dando marometas por un largo túnel hasta darse un golpe contra el suelo, quedando tendida bocabajo y sintiéndose aturdida.

El lugar a donde había ido a parar apestaba. Pudo reconocer el olor a muerte y podredumbre que había dentro del ataúd.

Ni siquiera intentó levantarse, pues escuchó una nueva serie de pasos que, gracias a su fino oído, pudo detectar que se trataba de otros dos vampiros diferentes al que se había encontrado antes.

Eran dos vampiros entrando en esa habitación.

—¿Cuánto tiempo más tendrán a Alessandro aquí? —preguntó uno, como siguiendo una conversación que llevaba ya un rato en curso.

—Hasta mañana —respondió el otro—. Van a llevarlo a la Plaza antes del mediodía.

»Vamos, deja los cadáveres aquí con los otros. Aún hay cosas por preparar antes de que salga el sol.

No se atrevió a abrir los ojos, pero escuchó claramente el inconfundible sonido de dos cuerpos golpeando el suelo muy cerca de ella, levantando aún más ese desagradable olor a podredumbre.

«Estoy en una morgue. Estoy en una maldita fosa común donde estos sádicos desechan los cuerpos como si fueran basura.»

Permaneció muy quieta y, gracias a la forma en la que su cuerpo había cambiado con la transformación, el mantenerse estática y contener la respiración no le causó ningún problema. Abrió los ojos hasta que escuchó que los pasos se alejaban, animándose a girar un poco la cabeza sólo para encontrarse con que estaba tendida junto a una pila de cuerpos.

Contuvo un repentino ataque de náuseas y giró sobre sí misma y trató de arrastrarse lejos, espantada y asqueada a partes iguales.

Sí, estaba en una fosa. Una fosa a donde arrojaban los cuerpos luego de drenarles la sangre, dejando que se pudrieran ahí hasta que cualquier familiar dejara de buscarlos.

Una vez más, contuvo la necesidad de vomitar y se puso a cuatro patas, tratando de salir de ahí, pero entonces sintió que alguien se aferraba a su pierna. Estuvo a punto de soltar un grito aterrado, aunque logró contenerlo en el último momento y, llena de pánico, miró sobre su hombro.

Un hombre moribundo la tenía sujeta por el tobillo.

—No vayas allá —advirtió el hombre en italiano—. Son unos monstruos... tienen... colmillos afilados... beben sangre...

Negó con la cabeza, no pudiendo encontrar palabras adecuadas.

—Necesito sacar a alguien de ahí —respondió de forma ahogada, preguntándose por qué se detenía a darle explicaciones. No podía hacer nada por él, y si perdía el tiempo en tratar de ayudarlo, sólo conseguiría desperdiciar un tiempo precioso para Alessandro.

El último Hawthorne: Sol de MediodíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora