3: Un ataúd en la habitación

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Llovía a cántaros cuando Rebecca y Alessandro dejaron el orfanato. Alessandro le ofreció a la muchacha un paraguas a cambio de su pequeño equipaje.

—¿De dónde lo sacaste? —dudó ella mirándolo de reojo, pero ya abriéndolo y colocándolo sobre su cabeza.

—Lo tomé prestado. ¿Puedes culparme? Quería que te mantuvieras seca —replicó él con el inicio de una sonrisa traviesa. Rebecca le puso los ojos en blanco—. ¿Esto es todo? —insistió Alessandro, dándole una mirada curiosa a la pequeña maleta.

—¿Qué esperabas? —reclamó, visiblemente molesta ante la pregunta.

Alessandro estuvo a punto de replicar otra cosa pero, luego de pensarlo bien, supuso que era lógico que después de vivir toda su vida en un orfanato no tendría gran cantidad de cosas propias.

—Recuérdame que te compre algo de ropa —dijo sonriendo—. No querrás ir por ahí con ropa de monja, ¿o sí?

—No es gracioso —masculló ella, aunque una pequeña sonrisa parecía luchar por formarse en sus labios—. Bueno... tal vez sí.

Alessandro la miró de reojo y sonrió complacido al darse cuenta de que la muchacha seguía tratando de contener su sonrisa. Unas pequeñas arrugas se hacían visibles en las comisuras de sus labios y el brillo que desprendían sus grandes ojos azules era imposible de confundir.

Caminaron bajo la lluvia alrededor de una hora, Rebecca cubierta con el paraguas y él dejando que la lluvia cayera sobre su cabeza. Le agradaba esa sensación.

Lo hacía sentir... libre.

El viaje terminó cuando ambos llegaron a una pequeña casa rodeada por otras tantas idénticas. Un porche blanco con una ventana a cada lado parecía darles la bienvenida.

Alessandro se adelantó y abrió la puerta, pero Rebecca se detuvo sin entrar y examinó de forma rápida todo lo que alcanzaba a ver desde ahí. Era una casa muy pequeña de un sólo piso; había un sillón, dos sillas y una mesa en la habitación principal. A un lado había un pasillo. Cuando pareció estar convencida y finalmente entró, Alessandro la siguió, sacudiéndose como haría un perro mojado y empapándolo todo, incluyéndola a ella.

—¡Cuidado! —reclamó mientras bajaba el paraguas.

Alessandro murmuró una disculpa, pero era más que claro que se contenía de reír. Le quitó el paraguas de las manos, lanzándolo a una esquina y, luego de dar una mirada afuera como si se asegurara de que nadie los había seguido, cerró la puerta con llave.

No dijo nada, sino que simplemente comenzó a caminar por el pasillo que se extendía ante ellos, encendiendo poco a poco algunas luces de color ambarino que hicieron que a Rebecca le pareciera un lugar un poco macabro, a pesar de que no logró decidir bien cuál era la razón de eso.

Sin embargo, cuando todo estuvo finalmente bien iluminado, tenía incluso un aspecto casi acogedor.

Alessandro caminó siempre al frente, liderando la marcha, y Rebecca no pudo evitar notar que su mojado cabello negro tenía un aspecto encantador y fantástico cuando la luz caía sobre él... como si estuviese absorbiéndola, en vez de reflejarla.

Estaba tan distraída viéndolo a él que no se dio cuenta de que habían llegado a una puerta hasta que Alessandro la abrió.

—Ésta es la habitación. La casa sólo tiene una habitación, que es... —Se detuvo, se aclaró la garganta y corrigió—: era la mía, así que agregué una cama para ti. Mañana en la tarde saldremos en dirección a Europa. Te prometo que tu habitación será más grande y podrás dormir sola cuando lleguemos allá.

El último Hawthorne: Sol de MediodíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora