Destruido (Capítulo 27)

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- ¿Por qué piensas eso?

- Porque si lo haces, tendré que vengarme. Y tú no quieres eso.

- ¿Ah, no?

- No.

- No te creo.

- ¿Qué no me crees?

- No creo que vayas a vengarte.

- ¿Estás seguro de eso?

- Ajá.

Rubén acercó su rostro hacia el cuello de Mangel y le dio un beso justo debajo de la oreja.

- ¿Sigues seguro? – le provocó Rubius.

- Sí. – contestó él.

Rubén volvió a besarle el cuello, esta vez descendiendo más.

- ¿Y ahora?

- S-sí. – aseguró Mangel, intentando que no se le entrecortara la respiración. No lo logró.

Rubén lo besó justo encima de la clavícula. Fue un beso más profundo, y duró más que los otros.

- ¿Ahora? – preguntó Rubén, con los labios pegados a su piel.

Mangel no contestó. Cuando Rubius lo miró, Miguel tenía los ojos cerrados fuertemente y se mordía el labio inferior. Rubén acercó su boca a la de Mangel. Se quedó así durante lo que le pareció una eternidad, quieto, con sus labios separados a penas por un milímetro.

Y luego lo besó. Lo besó lenta y profundamente, como si la vida les concediera todo el tiempo que necesitaran. Lo besó con amor, como si con ese gesto fuera capaz de expresarse mejor que con todas las palabras que supiera utilizar.

Lo besó a él, y él le devolvió el beso. Porque fue como si, por ese momento, solo ellos existieran en el mundo.

Y luego sonó el despertador.

Ambos se sobresaltaron tanto que Rubén, que estaba sobre Mangel, perdió el equilibrio y se cayó de la cama. El golpe que se dio contra el suelo se escuchó doloroso.

- Auch. – soltó Rubius, con la cara aplastada contra el piso.

Mangel parecía estar debatiéndose entre apagar el despertador, ayudar a Rubén o reírse.

Hizo las tres cosas.

Mientras se reía, estiró un brazo hacia el reloj que vibraba y cantaba con fuerza sobre su mesa de luz. Lo calló de un golpe seco con la palma de la mano. Luego se asomó por el borde de la cama para asegurarse de que Rubius seguía vivo.

- ¿Estás bien? – preguntó, intentando no reírse.

- Cabrón... - masculló Rubén, con la boca pegada al piso.

Mangel rió y, con una sonrisa boba, se revolcó por toda la cama, tapándose y destapándose, estirándose como un gato y abrazando almohadas. Parecía un niño de cinco años en la cama de su madre.

Rubén, sin embargo, permaneció allí, tendido en el piso. Sabía muy bien qué significaba esa alarma.

Mangel tenía que ir al Instituto; él se quedaría solo, porque estaba suspendido.

Nunca creyó que le molestaría faltar a clases. De hecho, pensó que era como una bendición. Pero se dio cuenta de que, por alguna razón, había asumido que Mangel también faltaría; había creído que pasarían el resto de la mañana juntos. Y no era así.

Son solo tres Palabras (Rubelangel)Where stories live. Discover now