Prólogo

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No tenía idea de qué era lo que hacía ahí.

Estaba sediento y necesitaba alimentarme pronto, pero mi tiempo se acababa. ¿Cuánto llevaba ahí bajo la lluvia, viendo esa puerta, intentando decidir si debía entrar o no? No tenía idea.

Me levanté y caminé silenciosamente, acercándome cada vez más, convirtiéndome en una sombra. La noche era muy oscura y nadie me vio llegar. Forcé la cerradura y entré; nadie me escuchó, por lo que seguí caminando libremente por los pasillos.

Me acerqué despacio a una de las puertas y la abrí, descubriendo que había una mujer dormida adentro. Sentía tanta sed que ya no me guiaba por la conciencia, sino por los sentidos. Simplemente me dejé llevar y comencé a beber. Poco a poco me fui calmando y vi lo que había a mi alrededor. Estaba en un orfanato.

Giré sobre mí mismo y lo examiné todo, con mi sed por fin saciada y mi mente tranquila. Era un cuartito pequeño, con un par de muebles de madera. Había una ventana desde la que pude ver el cielo, un cielo muy oscuro, que indicaba que pronto comenzaría a amanecer. Era mejor que me fuera pronto o no llegaría a tiempo a casa. Las nubes habían comenzado a despejarse a pesar de la tormenta que antes había caído sobre mi cabeza.

Me acerqué de nuevo a la mujer y terminé de beber, para dirigirme a la puerta de nuevo, buscando salir de ahí lo más pronto posible, pero me detuve de forma abrupta, tomado por sorpresa al encontrar a una pequeña niña parada ahí, vestida con un camisón blanco y abrazando una cobija amarilla.

No parecía tener más de cuatro años, pero sus ojos brillaban con una inteligencia inusual en una niña de esa edad. Me asusté. Entré en pánico; estaba seguro de que había visto lo que hice. Me acerqué despacio a la niña y me miró con sus ojitos azules muy abiertos cargados de terror.

Retrocedió dos pasos y comenzó a llorar, espantada, aferrándose a la cobija que llevaba. Bien... al menos no era yo el único asustado ahora. Avancé hasta ella para tomarla en brazos y noté cómo la cobija se escapaba de sus manitas, cayendo a mis pies.

Por un segundo pensé en matarla también, así que aparté el cuello de su camisón, junto con la cadena de plata que llevaba para administrarle el beso mortal. Sin embargo, al voltear a ver el cielo de nuevo, me dije que ya no había tiempo y que dos muertes levantarían sospechas. Por lo menos, esa fue la excusa que me di a mí mismo.

Sin saber muy bien qué hacer a continuación, comencé a mecerla de un lado a otro entre mis brazos para que dejara de llorar y a cantarle una canción bastante vieja para adormilarla mientras la llevaba a su cuarto, pero al comprender que no sabía dónde era, decidí recostarla sobre una banca que había en un pasillo cercano a la salida. La dejé sobre la banca, completamente dormida, sin detenerme a pensar si sentiría frío o no.


Salí de ahí tan silenciosamente como había entrado y, volviéndome una sombra más, pronto me perdí en la noche.

El último Hawthorne: Sol de MediodíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora