〔XX〕

14 3 0
                                        


Abbie Thompson

En la actualidad, siglo XXI


Hubo tres cosas que me mantuvieron consciente dentro de la nube de inconsciencia que trataba de tirarme abajo. La mirada de Carmel a través del espejo retrovisor del auto, la mano de Austin apretando fuerte la palanca de cambio y la caja de cigarrillos abierta sobre el salpicadero.

Austin no fuma. Y Carmel no tiene olor a nicotina.

Las sacudidas que las calles de piedra le daban al vehículo me hacía exhalar groserías cada dos segundos. La sonrisita perversa de Carmel no ayudaba para nada, y el repiqueteo de los dedos nerviosos de Austin contra el volante tampoco.

Cuando llegamos al hospital me sentí peor que cuando el vidrio me desgarró la piel. Todo blanco, con olor a formol y alcohol y ruidos de máquinas molestas. Todo eso me recuerda a cuando desperté después del accidente, vestida con una túnica celeste y conectada a una máquina que mostraba mis signos vitales. Porque yo estaba viva, pero mis padres no.

Los doctores me dieron anestesia local y cosieron mi pierna como si fuera una vieja remera agujereada. Luego la vendaron y le dieron una pila de medicamentos a mi hermano para que se asegurase de que los tomara.

Nos dieron una aburrida charla sobre reposo, muletas y cero actividades físicas.

La verdad, no presté ni un poco de atención. Toda ella estaba puesta en la loca de ojos azules que jugaba con las herramientas quirúrgicas. ¿Cómo mi hermano puede estar con una persona así?

En el viaje de vuelta hicimos una parada para dejar a la bruja en su aquelarre. Se despidió con un beso jugoso en la boca de Austin que me dio ganas de vomitar.

—¿Ahora fumas? —Señalo la caja de cigarrillos. Es una marca conocida, pero en mi familia nunca nadie ha fumado. Mamá odiaba el olor, y nadie quería verla enojada.

Austin le echa una mirada fugaz a la caja abierta, la mitad del paquete no está. Luego abandona el volante para cerrar el cartón de un manotazo.

—A veces Carmel lo hace.

Para ser una chica fumadora, sabe esconderlo bastante bien. El humo se impregna hasta en el pelo, y ni hablar del aliento, pero ella no huele a nada, solo a un perfume dulce y caro.

—Ya veo. Qué raro que no te moleste el olor.

Mi pregunta va cargada de dudas, de sospechas, de preocupación. Sé una cosa de Austin, y es que no le gusta para nada el olor a tabaco, lo odia.

—Uno se adapta a lo que sea por amor.

"Uno se adapta a lo que sea por amor".

"A lo que sea".

"Lo que sea".

¿Qué es capaz de soportar él por amor? La respuesta me preocupa.

—El amor no se trata de adaptarse, sino de aceptarse. No puedes ceder a todos sus deseos y abandonar tu comodidad, A. —Su respuesta nunca llega. Ni una mirada, ni un pestañeo. Nada.

El resto del viaje transcurre en silencio, pero no uno cómodo.

En algún punto de la batalla que tengo con mis pensamientos, me dejo vencer por el cansancio.

—¡Abbie! Te presento a tu nuevo hermano. Él es Austin.

En ese momento, mi yo de cinco años vestida de princesa, con una corona de cartón adornando mi cabeza y un pequeño osito de peluche entre mis manos no entendía por qué aquel niño preadolescente me miraba con odio. Mis padres no lo sabían, ellos no lo notaban, pero él me odiaba.

LoopWhere stories live. Discover now