La enfermedad del chumino loco II:

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019 (II):

Quiero preguntarle de qué se trata todo esto, pero no hace falta porque apenas mis dos pies quedan dentro del departamento de Pablo, la imagen de dos niños es lo primero a lo que se enfrenta mi campo visual. Todavía voy a de la mano del coautor de Concupiscencia y, por primera vez agradezco que sea de esa manera porque en caso contrario me habría ido de bruces desmayada.  No hay que ser muy inteligente para suponer que estos tienen que ser sus hijos.

Pensé que no los tenía, que los niños con él no tenían una buena relación. Siento que en aquello también mintió y como prueba las dos criaturitas que hay sentadas encima de la cama de Pablo. Una es una niña —o más bien una adolescente— que a mi cálculo podría tener más de diez años, tiene los cabellos ensortijados y la piel canela como yo; a Pablo le van las morenas por lo que aprecio aquí. A su lado hay un niño que no pasará de los cinco años y que tiene una radiante sonrisa en la cara que no sé por qué me recuerda a alguna que vi antes.

Mi Florentino le hace una seña a ambos pequeños que no tardan en ponerse en pie. La mayor toma de la mano al que me luce como su hermano y guarda su celular en el bolsillo de ese short un poco corto para una niña que recién debe entrar en la adolescencia.

Me hinco de rodillas en el suelo, liberando la mano de Pablo para quedar a la altura del más pequeñito que se oculta detrás de su hermana. El primo de Freddy será un cabrón, pero sus hijos son un encanto. Creo que me toca ser educada y romper el hielo.

—Me llamo Olivia —digo, con mis ojos fijos en la mayor. Me recuerda mucho a mí con esa edad porque va demasiado seria—. Y de haber sabido que estarían aquí habría traído caramelos. Es que su padre no me avisó porque es un tonto.

Puedo sentir al otro adulto de la sala toser con exageración y la mirada de los tres va en su dirección. Algunas gotas de sudor bajan por su frente para —segundos después— negar con la cabeza.

—No son mis hijos —repone—. Te dije aquella vez que no me agradan los niños y…

Casi tengo un ataque de risa al ver a la muchacha cruzarse de brazos y arrugar su ceño. ¡Dios! ¡Es que es una viva copia de mí a su edad! Al momento Pablo parece captar su metedura de pata y rasca la parte posterior de su cuello con vehemencia.

—Digo para ser padre —intenta arreglarlo—. Además, ustedes son niños maduros, responsables y…

—En serio es tonto —interrumpo su patético intento de explicar cuando los ojos del más pequeño me enfocan.

Extiendo mis manos para ver si el más pequeño me permite tomarlo en brazos. Su cuerpo sale de detrás de su hermana para retribuirme el abrazo. Es un niño muy cariñoso, aunque con sus manecitas me aprieta los cabellos. No importa. Me alzo con el pequeño en brazos y la mirada de la hermana mayor fija en mí. No le haré nada al niño, no podría.

—Si no son tus hijos, ¿son de Freddy? —inquiero en dirección al coautor de mi historia quien tiene una gigante sonrisa dibujada.

—No Olivia, son míos.

Me aferro con mucha fuerza al pequeño para no dejarlo caer como mismo lo hizo mi alma en este instante. La última vez que escuché esa voz, le rogué al cielo no tener que oírla nunca más. Sellé mis oídos a sus palabras y mi corazón al pequeño espacio que ocupó la dueña de las palabras en algún momento de la vida.

El cariño entre hermanos no nace de la misma forma que lo hace el que se siente por una madre, un padre o por un amigo. Puede que peleara con Olga todos los días de mi vida en la infancia, que escondiera sus muñecas, que me bebiera su agua en las noches o que la culpara de cosas que había hecho yo solo para escaquearme de la responsabilidad, pero —en aquel momento— si algo le pasaba a mi hermana mayor yo me moría de la pena y era capaz de donar mis órganos para salvarla. Ella era mi ejemplo, la imitaba en todo porque quería ser igual a Olga.

ConcupiscenciaWhere stories live. Discover now