¡No sé si no ves las cosas o te haces la que no las ve!

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Aviento mi maleta al asiento trasero de mi auto y tiro la puerta con tanta fuerza que unas niñas Girl Scouts se me quedan viendo asustadas. Hoy no tengo el día para nada ni para nadie. De hecho, tampoco he tenido las últimas dos semanas buenas. Soy consciente que hasta mis amigas me evitan y que le debo una disculpa a Samuel por mi pésimo comportamiento del otro día. No suelo ensañarme con ninguna persona si otra tiene la culpa de mis desgracias, pero ellos no paran de insistir en que debo perdonar a Pablo por su comportamiento de basura.

El día que me fui de su casa, corrección, que me expulsó de su casa, trato de venir tras de mí y pedir disculpas, pero se ganó una bofetada de mi parte. Lo peor es que la mayoría de las personas que integran mi círculo de amistades me dijeron que hice mal en molestarme con él. ¡¿Qué carajos va mal con la gente?! Si un hombre me maltrata —porque claramente eso fue maltrata— yo no tengo que perdonarlo. A las mujeres no se nos toca ni con el pétalo de una flor.

Es verdad que estaba alterado por los sucesos anteriores, pero eso no es motivo para botarme de su casa y menos por el motivo que lo hizo. Él no tendría que interferir con quién me voy a la cama y con quién no, tampoco tuvo que volverme la cabeza un lío en cuestión de segundos. Me dijo que tergiversaba las cosas y que le enviaba señales confusas. ¡¿Qué malditas señales le mandé?! Mi madre decía que a veces hacía gestos dormida, a lo mejor a eso se refería y ahora nunca lo sabré porque no pretendo dirigirle la palabra en la vida.

Al siguiente día del problema vino a mi departamento a pedirme perdón, le cerré la puerta en la cara y sé que estuvo en la parte afuera durante varios minutos. Simplemente me puse los auriculares y comencé a leer el libro de Irasema Montero, esa mujer es una diosa de la escritura y las excelentes críticas que tuvo lo sustentan. Todavía no termino el libro, pero pronto lo haré. Pablo continuó insistiendo con llamadas, mensajes e incluso una carta escrita a mano que ni siquiera abrí, la quemé en mi estufa.

Trató de interceptarme una vez que tenía que salir a hacer unas compras y fracasó, consiguiendo que le atropellara un pie con mi auto. Samuel me trajo el carro la semana pasada y, a pesar del costoso cheque que tuve que pagar, quedó mejor de lo que estaba. Lo pintaron de gris plateado y polarizaron sus cristales. Ahora pedo irme a la playa a mirar sin ser vista, tampoco es que tenga algo que ver.

Ciertamente este último tiempo ha sido una constante lucha para no hacerme bolita sobre la cama ni pensar demasiado. Él me echó, me desechó como si yo fuera basura, algo que tiene inscrito usar y botar. Nadie me había tratado de una forma tan miserable en años. Aquellos recuerdos de Ojeda regresaron a mi cabeza y tuve miedo. Ni siquiera podía apagar la luz del baño en las noches porque a mi mente venía la cara de esos malditos que casi me violan.

Las cosas llegaron a un extremo tal que el jueves de la semana pasada quedé con Samuel para ir a la editorial de Dante —aunque no le conté nada, supongo que algo se huela— y mi amigo se sorprendió muchísimo al verme con una camiseta de mangas largas y una falda hasta mis piernas. Entre el comentario de Santamaría y Pablo me sentí tan expuesta que evité hasta verle a los ojos a Samu. Mi amigo me pidió que no me dejara caer, que todas las parejas tienen contratiempos, me recordó que yo lo quemé con un cigarro. Me regresé caminando a casa porque me enojé.

Fue entonces que pasó lo que había evitado el tiempo anterior. Llegué a mi departamento y —de detrás de mi sofá— tomé una cajetilla de cigarros. Fumé tanto que a la mañana siguiente tenía una especie de malestar en la garganta. Nada me impidió retomar mi viejo vicio. Ni siquiera sé por qué lo dejé, me ayuda a concentrarme. Terminé Concupiscencia lo hice con demasiada rabia porque los personajes se tenían que quedar juntos, pero con odio por ver que hasta mi imaginación tiene más suerte que yo.

ConcupiscenciaWhere stories live. Discover now