El Adolf Hitler versión editorial (II):

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007 (II):

─¿Qué pasa, morena? ─pregunta en un tono ronco cargado de electricidad─, o yo tengo razón o tú ahora mismo tienes un ataque al corazón, porque te late demasiado rápido.

Gracias a que mi sentido de la audición se queda intacto es que me doy cuenta de lo que dice ya que el resto de mi parte lógica le mira la boca. Cada vez que se abre o cierra a mi cerebro llegan recuerdos de los besos que me daba, de lo que es capaz de hacer con solo agitar esa lengua viperina que tiene. Los gemidos en catalán que salieron de su garganta, los que hizo saltar de la mía, el sonidito orgásmico que soltó cuando se dejó ir dentro de mí. ¡Todo!

Su cabeza se desliza hacia adelante para enterrarse debajo de mi oreja izquierda. Por instinto trato ─en un intento fallido─ de retroceder con tal de evitar que esto se ponga más incómodo para mí. Lo único que consigo con ese gesto es que sus dos manos vayan a mi trasero y, con estas, me empuje hasta pegarnos más. Nuestros estómagos están juntos. El suyo es una firme pared de ladrillos que se contrae cuando mi peso se desploma sobre él.

─Me encanta cuando te quedas mirándome como si quisieras comerme ─susurra de forma que solo lo escucho yo en mi oreja.

Una especie de chispazo me late desde el pecho hasta mis piernas. La electricidad trata de salir de mi cuerpo y lo logra por mi boca cuando la abro para soltar un gemido bajo. Debo llamarme a la mesura porque este sujeto casi arriba a un terreno que no me gusta pisar y que a la vez no puedo dejar de pensar.

Mi cerebro se encuentra dividido en un campo de batalla en estos momentos; por un lado, están las neuronas de mi sentido común que abogan por los gritos, pataletas y la típica bofetada para alejarlo.

El otro hemisferio pertenece al descontrol y al caos que lo único que quiere es que este hombre remangue mi falta Dolce & Gabbana hasta la cintura, me baje mis bragas y me lo haga contra cada una de las paredes de los lavados. No puedo permitir que esa parte gane o me voy a estar arrepintiendo el resto de mis días.

Su boca escala por mi oreja de manera lenta y el ruido que hace mientras deposita besos en ella me retumba por dentro desarmando a mi sentido común. Trato de enderezar mi cabeza en un intento desesperado porque todo esto que pasa termine de una vez, pero solo consigo que sus dientes alcancen el lóbulo de mi oreja y lo presionen.

─¿Te pongo nerviosa, morenita? ─murmura pegado a mí.

Cada uno de los vellos de mi piel se ponen en punta con solo interiorizar su apodo. Morenita. Con cuidado, Pablo escala hasta llegar a mi boca y pega su frente a la mía. Siento su respiración cerca y por lo visto tomó un café antes de venir aquí porque la boca le huele a descafeinado. Una sonrisa de autosuficiencia está dibujada en su rostro, esto lo disfruta como el cabrón que es.

Una de sus manos deja de presionar mi cuerpo y se desliza entre nosotros hasta mi barbilla. La alza y logra por fin que nuestros labios coincidan.

Quiero, juro que quiero detenerme, apartarlo y dejar que mi lado consciente gane la batalla, pero apenas su lengua viola la intimidad de mi boca la guerra está perdida. Todo él me invade de pronto cortándome la respiración con sus movimientos. La fricción entre ambos no tarda en aparecer, nuestros cuerpos necesitan ese roce tan malévolo.

Juro que sus labios tienen un sabor familiar en el fondo, es como ese sitio al que se llega en busca de un refugio, como una casa segura y también hay un pequeñísimo sabor a cilantro en lo más profundo de su garganta.

¡Dios! Nunca había besado a alguien con tanto deseo ni lujuria de por medio. Con los embates que me da con su lengua siento como si me acariciara en lo más profundo de mi ser hasta llegar a ese punto que nadie antes descubrió. ¿Por qué será que las cosas que están mal son las que más placer causan?

ConcupiscenciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora