Capitulo III

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¿Quién es, Eva?

El silencio se prolongó durante unos segundos.

—Juliana —contestó Eva.


La estancia comenzó a dar vueltas a su alrededor nada más escuchar ese nombre, sacado de su pasado. Su mente esbozó un único pensamiento, que comenzó a parpadear una y otra vez como si se tratara de un cartel de neón: «Ni en broma».


Valentina echó un vistazo a su alrededor, satisfecha con el resultado. Su sala de reuniones destilaba un aire profesional, y el ramo de flores frescas que su secretaria había colocado a modo de centro de mesa le confería un toque personal a la mullida moqueta de color vino tinto, a la reluciente madera de cerezo y a los sillones de cuero claro. Los contratos estaban situados con suma precisión, junto a una elegante bandeja de plata con té, café y una selección de pastas. Un ambiente formal, aunque amistoso… tal como quería que fuese el talante de su matrimonio.


Decidió olvidar el nudo que se le formaba en el estómago cada vez que pensaba en volver a ver a Juliana Valdez. Se preguntó cómo habría madurado. Las anécdotas que le había contado su hermana describían a una mujer impulsiva e imprudente. Al principio, pensó en rechazar la sugerencia de Eva: Juliana no encajaba en la imagen que ella necesitaba. Los recuerdos de una niña de espíritu libre con una coleta al viento la atormentaban con insistencia. Sin embargo, sabía que era la propietaria de una respetable librería. Aún pensaba en ella como en la compañera de juegos de Eva, aunque llevara años sin verla.

Pero se le acababa el tiempo.

Compartían vivencias de un pasado lejano y tenía el presentimiento de que Juliana era de fiar. Tal vez no encajara en su imagen de esposa perfecta, pero necesitaba el dinero. De prisa. Eva no le había contado el motivo, pero sí le había asegurado que Juliana estaba desesperada. Que necesitara dinero le resultaba cómodo, porque dejaba las cosas muy claras. Sin ambigüedades. Sin sueños de establecer una relación íntima entre ellas. Una transacción de negocios formal entre viejas amigas.

Algo soportable para ella.

Hizo ademán de pulsar el botón del interfono para hablar con su secretaria, pero la pesada puerta se abrió en ese preciso momento antes de cerrarse con un golpe seco.

Se volvió hacia la puerta.

Sus ojazos azules se clavaron en su cara sin apenas titubear y con una expresión tan clara que le indicó que esa mujer sería incapaz de ganar una partida de póquer: poseía una sinceridad brutal y jamás iría de farol. Aunque reconocía esos ojos, la edad había cambiado el color a una inquietante mezcla de aguamarina y zafiro. Su mente imaginó una imagen muy concreta: se vio sumergiéndose en el mar del Caribe para desentrañar sus misterios e imaginó un cielo azul tan inmenso como el que describía Sinatra en una de sus canciones, con un horizonte tan amplio que nadie sabría dónde empezaba y dónde acababa.


Sus ojos contrastaban muchísimo con el negro azabache de su pelo, una melena rizada que le llegaba por debajo del hombro, cuyos tirabuzones le enmarcaban la cara con una rebeldía que parecía imposible de controlar. Los pómulos marcados destacaban su voluptuosa boca. Cuando eran pequeñas solía preguntarle si le había picado una abeja y después se echaba a reír. Aunque al final la broma se había vuelto contra ella. Esos labios eran el sueño erótico de cualquier mujer lesbiana o hombre heterosexual… y sin necesidad de implicar a las abejas. Más bien a la miel. A ser posible, miel cálida y suculenta sobre esos labios carnosos que podría lamer despacio…


«¡Joder!», pensó.

Controló sus pensamientos y terminó con la inspección. Recordó haberla torturado cuando descubrió que ya usaba sujetador. Como se desarrolló pronto, Juliana se sintió muy avergonzada cuando ella la descubrió, de modo que utilizó esa información para hacerle daño. En ese momento, ya no le hacía gracia. Sus pechos eran tan voluptuosos como sus labios, y encajaban a la perfección con la curva de las caderas. Era alta, casi tanto como ella. Su apabullante femineidad iba envuelta en un vestido rojo pasión que resaltaba su canalillo, le acariciaba las caderas y caía hasta el suelo. Las uñas pintadas de escarlata asomaban por las sandalias rojas. Juliana se quedó quieta en la puerta, como si estuviera permitiendo que la admirase antes de decidirse a hablar. Un poco desconcertada,  Valentina intentó recomponerse y se aferró a la profesionalidad para ocultar su reacción. Juliana Elizabeth Valdez había madurado muy bien. Quizá demasiado bien para su gusto. Pero eso tampoco tenía por qué decírselo.


La miró con la misma sonrisa neutral con la que miraría a cualquier socio comercial.


—Hola, Juliana. Hace siglos que no nos vemos.


Ella le devolvió la sonrisa, si bien su mirada siguió siendo seria. Se agitó un poco y cerró los puños.

—Hola, Valentina. ¿Cómo estás?


—Bien. Por favor, siéntate. ¿Quieres un café? ¿Té?


—Café, por favor.


—¿Leche? ¿Azúcar?


—Leche. Gracias.


Juliana se sentó con elegancia en el sillón acolchado, lo hizo girar para separarse del escritorio y cruzó las piernas. La sedosa tela roja subió un poco y le ofreció a Valentina un atisbo de sus piernas, suaves y atléticas.

Valentina se concentró en el café.


—¿Un milhojas? ¿Un buñuelo de manzana? Son de la pastelería de enfrente.


—No, gracias.


—¿Estás segura?


—Sí, sería incapaz de comerme uno solo. He aprendido a no ceder a la tentación.


La palabra «tentación» brotó de sus labios con una voz ronca y sensual que le acarició los oídos.

Sintió un ramalazo de deseo en la entrepierna y se dio cuenta de que su voz también le había acariciado otras partes. Totalmente desconcertada por su reacción hacia una mujer con la que no quería tener contacto físico alguno, empezó a prepararle el café antes de sentarse frente a ella.


Se analizaron un momento, dejando que el silencio se prolongara. Ella le dio unos tironcitos a la delicada pulsera de oro que llevaba.


—Siento mucho lo de tu tío Guillermo.


—Gracias. ¿Te ha explicado Eva los pormenores?


—Todo el asunto parece una locura.


—Lo es. El tío Guille creía en la familia, y murió convencido de que yo nunca sentaría la cabeza. De modo que decidió que necesitaba que me dieran un buen empujón por mi propio bien.


—¿No crees en el matrimonio?


Se encogió de hombros antes de contestar:


—El matrimonio es innecesario. El sueño de ese «para siempre» es un cuento chino. Los caballeros de brillante armadura y la monogamia no existen.


Juliana se echó hacia atrás, sorprendida.


—¿No crees en forjar un compromiso con otra persona?


—Los compromisos duran poco. Sí, la gente habla en serio cuando confiesa su amor y su devoción, pero el tiempo erosiona todo lo bueno y deja solo lo malo. ¿Conoces a alguien que esté felizmente casado?

Juliana separó los labios, pero guardó silencio un instante.


—¿Además de mis padres? Supongo que no. Pero eso no quiere decir que no haya parejas felices.


—Tal vez.


Su tono de voz contradecía esa posibilidad.


—Supongo que hay un montón de cosas en las que no estamos de acuerdo —comentó ella, que cambió de postura y volvió a cruzar las piernas—. Tendremos que pasar algo de tiempo juntas para ver si esto puede funcionar.


—No tenemos tiempo. La boda tiene que celebrarse antes de finales de la semana que viene. Da totalmente igual si nos llevamos bien o no. Es un matrimonio de conveniencia, nada más.


Ella entrecerró los ojos.


—Ya veo que sigues siendo la misma chula insoportable que se metía conmigo por el tamaño de mis pechos. Algunas cosas no cambian.


Valentina clavó la mirada en el escote.


—Supongo que tienes razón. Algunas cosas no cambian. Y otras siguen creciendo.


Juliana se quedó sin aliento al escuchar la pulla, pero la sorprendió al sonreír.


Señaló los documentos que ella tenía delante.

—Eva me ha dicho que necesitas una cantidad concreta de dinero. He dejado la cuantía abierta a la negociación.


Matrimonio por Contrato (Adaptación G!p)Where stories live. Discover now