CAPÍTULO 20

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Trinidad

Había esperado con ansias la llegada del fin de semana.

El descanso laboral era necesario, sobre todo, después de una semana tan agitada. Lo que más ansiaba, era poder ir a la iglesia.

Salimos muy temprano el domingo, para tomar el colectivo que llegaba a Río Cuarto a las 10 de la mañana.

Marisela nos esperaría en la terminal para llevarnos a su casa.

Si bien la reunión era por la tarde, habíamos quedado en almorzar con ella y su familia.

Pasamos un hermoso tiempo. Nos recibieron con amor y dedicación. Nico preparó un riquísimo asado, Bárbara, la hija de Marisela, hizo tiramisú de postre, mientras Marisela se encargó de responder nuestras preguntas bíblicas y darnos el consejo de la palabra de Dios. Abundaron las charlas y risas.

Me sentí feliz de tener esta hermosa familia como amiga. Cada uno de ellos, eran de bendición para mi madre y para mí.

Ansiaba algún día poder formar mi propia familia, y que se pareciera a la de ellos. Encontrar un hombre que amé a Dios y juntos poder servir a las personas y ayudarles a crecer en comunión con Dios.

Marisela y Nico eran un matrimonio ejemplar, siempre unidos apoyándose el uno al otro, se trataban con respeto y cariño. Su hija era educada y servicial, lo que mostraba la buena educación de sus padres.

Era difícil encontrar familias así en Alpa.

La mayoría de nuestros vecinos tenían una historia difícil. Padres separados, familias ensambladas, abuelos que criaban a sus nietos, maltratos y violencia.

Aun la propia historia de mi madre había sido difícil.

Por momentos me daba miedo pensar en el futuro y la persona con quien compartiría mi vida. ¿Y si no resultaba? ¿Y si esa persona me lastimaba o engañaba?

Me dolía el corazón de solo pensarlo.

Por la tarde fuimos a la reunión.

El mensaje, como cada domingo, toco mi corazón y Dios me desafió nuevamente a obedecerle y buscar su voluntad en cada decisión.

Cerca de las nueve de la noche, tomamos el colectivo de regreso a Alpa, cansadas, pero felices de haber compartido con los hermanos de la congregación.

Mientras el colectivo transitaba los kilómetros hasta nuestro hogar, en mi mente no podía dejar de pensar lo bueno que sería tener en Alpa una iglesia y amigos cristianos como Marisela y su familia.

Clamaba a Dios por Sol, Pilar, Cristóbal y tantas personas que conocía del pueblo. Ellos necesitaban de Cristo en sus vidas.

Mientras oraba por mis vecinos y compañeros de trabajo, Dios trajo a mi mente este nuevo visitante: Bruno.

¿Sería cristiano?

No había podido preguntarle de manera directa sobre este tema. Y me intrigaba. Lo poco que había podido conocerlo, me pareció un joven respetuoso y educado. Su vocabulario siempre pulcro y serio, sin groserías o malas palabras.

Su mirada era diferente a la de Lucas o German, muchachos con los que en algún tiempo había desarrollado una amistad con doble interés.

Elevé una oración sincera pidiendo por su vida y su corazón.

Solo Dios podía conocer realmente el interior y la condición del alma de cada persona.

Mi corazón comenzaba a prestarle demasiada atención a este muchacho y no sería bueno dejar que esos sentimientos avanzaran sin saber cuál era el pensamiento de Bruno a cerca de Dios.

Llegamos a la terminal como a las diez. Nuestra ya acostumbrada caminata de 4 kilómetros la recorrimos entre canciones de alabanza y comentarios sobre el hermoso tiempo de reunión.

Mamá también se sentía feliz y dichosa de todo lo compartido con los hermanos.

Al llegar, comimos unas pocas empanadas que habían quedado de la noche anterior y nos acostamos.

Saqué de mi mochila los libros que Sol me había recomendado de la biblioteca.

Allí estaba el misterioso diario de tapas de cuero.

No había tenido oportunidad de preguntarle a Pilar sobre su dueña.

Abrí su tapa principal y me encontré con hojas amarillentas, escritas con una delicada letra perfecta caligrafía.

Aunque me resistí al comienzo de leerlo, me bastó fijar mis ojos en un par de reglones para quedar completamente atrapada con el relato de aquella muchacha.

Angélica Montemayor.

Su diario comenzaba en su décimo sexto cumpleaños.

Septiembre de 1976.

Una de sus abuelas se lo había traído como regalo de un viaje y Angélica estaba feliz de recibir aquel hermoso cuaderno forrado con tapas de cuero y una bella y delicada encuadernación cocida a mano.

Me pregunté de inmediato quien sería esta muchachita.

¿Viviría en Alpa Corral? ¿La conocería?

Si mis cálculos no fallaban, en la actualidad, tendría unos 60 años.

Regresé la mirada a las palabras que continuaban describiendo con detalle el festejo que sus padres le habían organizado con algunas de sus amigas más cercanas.

Continuaban aquellas hojas relatando su adolescencia en la ciudad de Buenos Aires, en el barrio de Moreno, donde con sus padres vivía en una hermosa y amplia residencia.

Asistía a un instituto privado para señoritas donde tenía una amiga llamada Margarita.

Agradecí que Angélica se esmerara tanto en sus escritos al describir su casa y familia. Podía sentir como mi imaginación viajaba en el tiempo y reconstruía cada detalle.

Su padre era ingeniero, en varias oportunidades describía diferentes trabajos realizados por él y la empresa constructora donde trabajaba.

Angélica se sentía orgullosa de su padre.

Le amaba. Era evidente que dedicaba muchos de sus renglones a hablar de él y la hermosa relación de padre-hija que disfrutaban.

Su madre, por el contrario, era estricta y demasiado fría. Las pocas veces que la mencionaba, había discutido, la había regañado, no había prestado atención a las necesidades de su hija.

Doña Paulina, venía de una familia adinerada de Recoleta, se había criado en un internado de mojas porque sus padres viajaban demasiado.

Según el relato de la joven, Paulina era amargada porque las mojas la había obligado a ser dura y fría, sin sentimientos ni alegría.

Orlando Montemayor, en cambio, era un hombre alegre, servicial, lleno de energía.

­<No imagino como dos personas tan diferentes terminan juntas> decía en un reglón destacado con color. <El día que me enamore, quiero que sea alguien como yo, alegre, soñador, divertido> aclaró seguidamente Angélica.

Miré el reloj en mi celular y me sorprendí que eran las 3 de la madrugada.

Había leído casi la mitad del diario.

Me obligué a cerrar el cuaderno y dejar el resto de la historia para mañana. Necesitaba descansar o no rendiría al día siguiente en el trabajo.

Un lugar olvidado (COMPLETA)Where stories live. Discover now