Epílogo

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Tres meses después de que renacieran los soles

Una de las mayores plazas de la ciudad, restringida durante mucho a los habitantes de los barrios marginales, estaba repleta de gente. El tiempo acompañaba, hacía bueno, apenas había nubes y la temperatura era agradable. El sol se encontraba en lo alto y las personas, que tenían muy presente el recuerdo del renacimiento de las estrellas, agradecían su luz.

En una zona donde se alzaban unos pocos árboles centenarios, debajo de ellos, se montaron unas carpas en las que se ofrecían bebidas. La organización se encargó de que no faltara nada; el día era especial y el acto tenía que ser un éxito.

Muchos de los edificios cercanos sufrieron daños durante el reino de terror del enmascarado y en los combates por la liberación de la ciudad. Para que los agujeros de los proyectiles no trajeran recuerdos de una mala época, se cubrieron los muros con grandes lonas con el retrato del rostro de un hombre.

El mundo había cambiado y la ciudad era una muestra de ese cambio. La junta de delegados encargada de la reconstrucción centró sus esfuerzos en rehabilitar las viviendas semiderruidas y en facilitar a quienes se encontraban sin hogar nuevas casas en los barrios menos dañados.

Lo que se perdió hacía más de cien años con la extinción de los soles se recuperó nada más que las estrellas volvieron a brillar. La igualdad se instauró como derecho, se suprimieron las milicias de los jerarcas y se persiguió a los que querían recuperar antiguos privilegios.

El nuevo orden, erigido en la lealtad a un hombre que desapareció en el estallido del engranaje, se mantendría por la ilusión de la gente ante la resurrección de los soles y por el agradecimiento y el respeto de quienes dirigían los ejércitos.

En la parte exterior del edificio que destacaba por su descomunal tamaño, por tener la fachada recubierta por una rara aleación cobriza y por haber servido como la sede de El Puño, una despiadada mujer que dirigió los negocios de los jerarcas, sostuvo un régimen de terror con mano de hierro y se enriqueció a base de ceder el control de los barrios marginales a la mafia, se ultimaban los preparativos finales antes del discurso.

En la gran tarima donde estaban quienes intervendrían en el acto, Acmarán, un hombre curtido por años de guerra y de gobierno de una ciudad erigida en un gran glaciar, observó lo inquieto que estaba Manert, un humilde pescador al que la vida le cambió el día que salvó a un antiguo asesino a sueldo, se acercó a él y le puso la mano en el hombro.

—La primera vez que me dirigí a una multitud sentí que vomitaría las tripas —dijo Acmarán—, pero, tras unos minutos, ya ni me acordé por qué había estado tan nervioso.

Manert bajó la mirada y observó la hoja en la que estaba escrito el discurso con el que daría comienzo el acto.

—No es solo eso —respondió y se quedó callado varios segundos—. No entiendo por qué me eligió a mí. —Alzó despacio la vista y la centró en el rostro de Acmarán—. De lo único que sé, es del mar. Llevó toda mi vida pescando, sé qué tipo de pescado se come más en las ciudades costeras, cómo conservarlo y cada cuánto alternar las zonas de pesca para que se recuperen los bancos de peces. —Giró la cabeza y fijó la mirada en el retrato del rostro de un hombre en una lona—. No sé cómo voy a gobernar la capital. Tuvo que elegir a otro.

Acmarán miró también el retrato.

—Bluquer era un gran hombre. Sabía qué decisiones tomar en los momentos en las que estas tenían que decidirse en segundos. Como todos, se equivocó alguna vez, pero tenía buen olfato y no solía fallar. —La tristeza se apoderó de Acmarán y lo llevó a rememorar tiempos lejanos—. Eso lo heredó de su madre, y en parte de su padre. —Miró a Manert a los ojos—. Te eligió porque vio en ti a alguien que mantendría el cambio tras la resurrección de los soles. Sabía que tu criterio es bueno y que no caerías en los errores del pasado. —Guardó silencio un segundo—. En el disco holográfico que me llegó un día después de la explosión del engranaje, el que contenía lo que Bluquer grabó antes de que empezara el combate, me pidió que mantuviera el orden y que preparara la transición al nuevo mundo. —La tristeza por la pérdida se reflejó en su rostro—. Me dijo que la gente, si los soles volvían a brillar, merecía una nueva oportunidad y que la capital debía ser un ejemplo a seguir.

Cuando muera el solWhere stories live. Discover now