Capítulo 2

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El grueso armazón del vehículo blindado chirrió cuando las ruedas aminoraron la marcha. Dirigí una corta mirada al chofer y observé a los guardaespaldas de Sastma que, encorsetados en sus trajes e inmóviles en los asientos enfrente de nosotros, nos miraban sin parpadear. Me resultaba curioso que su padre recurriera a matones mudos para protegerla. Nunca tuve nada en contra de los mudos ni de los sordos ni de los ciegos, daba igual cómo fuera la gente, sentía repulsión por la mayoría.

Menos mal que había una mesa de cristal endurecido en medio. Si sus asientos hubieran estado más cerca y se hubieran atrevido a rozarme las piernas con sus asquerosas rodillas, el padre de Sastma tendría que haber buscado a otros gorilas.

Después de mirar a uno a los ojos y conseguir que girara la cabeza hacia el cristal tintado de la ventanilla, tras sentir cierto placer, centré la mirada en Sastma. No sabía por qué, pero verla hablar con Ítmia —una de las capitanas de su padre que se encontraba en otra ciudad— a través de una fina pantalla flotante me trajo recuerdos de cuando era el encargado de protegerla; recuerdos de sus primeras miradas nerviosas; recuerdos de cómo cogió confianza y poco a poco se atrevió a burlarse de que no riera nunca; recuerdos de los momentos en los que me buscaba para huir del mundo; recuerdos de la primera vez que nos acostamos.

—Señorita, debemos cambiar la ruta —indicó el chofer, sacándome de mis pensamientos, mientras se llevaba el dedo índice al oído para presionar un auricular inalámbrico—. Ha habido un altercado en la avenida Ghagmell.

Sastma tranquilizó a Ítmia antes de despedirse, cortar la llamada, desactivar la pantalla y guardarla.

—¿Qué clase de altercado? —pronunció las palabras con autoridad, tras echarse un poco hacia delante—. ¿Qué está pasando?

No era momento de recordárselo, pero me encantaba cuando sacaba a relucir su vena autoritaria. Creo que eso fue lo que me tentó a cruzar la línea y romper una de mis reglas: no mezclar los negocios con el placer.

Puse una mano en el hombro de Sastma, busqué su mirada y asentí con la cabeza para que se calmara.

—Quiero saber a qué nos enfrentamos —hablé con la vista fijada en el chofer e ignoré los gestos de incomprensión de los guardaespaldas—. ¿Qué ha pasado?

El conductor dudó unos instantes mientras maniobraba para dirigir el vehículo a otra calle.

—Nada, nada importante —respondió y evadió confrontar mi mirada por el retrovisor—. Solo un incidente sin importancia en un comercio.

Inspiré despacio, me eché hacia delante e hice un gesto con la mano para que los guardaespaldas se estuvieran quietos.

—No me gusta repetirme. Una de las cosas que más me repugna es que me tomen como alguien que no habla lo suficiente claro. Alguien que vocaliza mal y que tiene que repetir lo mismo una y otra vez. —Me desabroché un par de botones de la chaqueta, quedó a la vista la culata de la K23V —un modelo de pistola automática por el que siempre sentí predilección— y el retrovisor mostró el reflejo inquieto de los ojos del chofer—. Ahora que hemos dejado las cosas claras y que ya no hay lugar para malos entendidos, voy a hacer como que no pregunté antes, como que nunca te he hablado, y tú me responderás sin titubear, con claridad y rapidez, saltándote las órdenes que tengas de no alarmar a Sastma. —Me recliné en el asiento—. ¿Qué ocurre?

El conductor dudó un instante, pero se dio prisa en responder cuando vio que metía la mano dentro de la chaqueta.

—Han sido varios asaltos. Varios grupos han atacado de forma coordinada.

Los guardaespaldas giraron la cabeza y fijaron las miradas en el chofer.

—¿Qué han atacado? —pregunté y miré de reojo a Sastma que empezaba a estar nerviosa.

Cuando muera el solWhere stories live. Discover now