Capítulo 27

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La cabeza me daba vueltas, unos fuertes pinchazos me atravesaban las sienes, la mandíbula me dolía y los párpados me pesaban. Unos molestos pitidos perforaban mis tímpanos y provocaban que sintiera como si un enjambre de abejas me punzara con sus aguijones. Me costaba respirar, cada bocanada de aire atravesaba la boca y la garganta desgarrándolas, parecía que un puñal al rojo se hundía en busca de mis pulmones para agujerearlos.

No sé cuánto tardé en encontrarme mejor, perdí la noción del tiempo, incapaz de recordar bien qué había pasado. El constante goteo de un grifo y los golpeteos de las gotas me llevaron a abrir los ojos y descubrir dónde estaba.

Me encontraba tirado en un lavabo, sobre las baldosas blancas, cerca de la bañera. Apreté los dientes mientras me levantaba; el cuerpo me dolía como si un camión me hubiera pasado por encima.

—¿Dónde he ido a parar ahora? —solté, confundido—. ¿Qué hago en un lavabo?

Permanecí unos instantes inmóviles, observando el reflejo de mi rostro en el espejo agrietado que colgaba torcido de la pared. Las ojeras y la barba de días no solo me conferían un aspecto descuidado, también resaltaban un cansancio crónico y un estado físico deplorable.

Escuché ruido fuera del lavabo, muchas risas y las pisadas de alguien que estaba corriendo. Abrí la puerta con rapidez, salí a un amplio corredor y vi a un niño entrar en una habitación.

—¡Espera! —grité, antes de escuchar un portazo.

Varias raíces negras surgieron de la gruesa alfombra deshilachada del pasillo, de las maderas carcomidas de las paredes y del techo descascarillado, y se enroscaron unas con otras para ocultar la puerta.

Iba a dirigirme hacia la entrada cubierta por raíces, pero una voz me llevó a darme la vuelta y centrar la mirada en el otro extremo del corredor.

—Ya no podrás ir con él —me dijo una anciana de tez oscura, que iba ataviada con una prenda púrpura holgada en la que resaltaban varias resplandecientes costuras áureas—. Los recuerdos aquí son efímeros y se consumen en menos de lo que dura un débil titileo de un sol naciente.

Observé sus ojos negros, el cabello enmarañado y el bastón de raíces talladas en el que se apoyaba.

—¿Quién eres? —le pregunté mientras la parte del corredor a su espalda se convertía en ceniza—. ¿Y dónde estamos?

La anciana giró un poco la cabeza, observó el pasillo medio consumido, susurró despacio una palabra inteligible e hizo que la ceniza retrocediera hasta perderse en la oscuridad.

—Como todo lo que hay aquí, incluido tú, soy un recuerdo —contestó, tras fijar la mirada en mi rostro—. Soy un recuerdo que se resiste a desaparecer, que lucha por sobrevivir, que no cederá ante la ceniza. Soy uno de los primeros recuerdos de la memoria de la creación.

Miré la puerta sellada por las raíces, observé las maderas carcomidas de las paredes, la gruesa alfombra deshilachada y el techo descascarillado. Aunque la apariencia del corredor ocultara la naturaleza de ese lugar, las palabras de la anciana consiguieron que supiera dónde estaba.

—Estamos en el árbol —le dije—, en los filamentos de la memoria de la creación.

Asintió con un ligero movimiento de cabeza.

—Somos una parte de los recuerdos que aún perduran —respondió—. Y existimos gracias al esfuerzo de muchos. —Giró despacio la cabeza y observó una pared descomponerse—. Estamos aquí, cada uno, cumpliendo su propósito.

Di un paso y me acerqué al abismo que quedó a la vista después de que la pared desapareciera. A centenares de metros por debajo del pasillo se libraba una gran batalla; inmensas hordas de seres de ceniza eran frenadas por ejércitos de guerreros que portaban armaduras, escudos y espadas áureas.

Cuando muera el solWhere stories live. Discover now