Capítulo 11

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Caminé despacio con un extremo de una viga de madera al hombro. Avancé con cuidado, entre los materiales de construcción, mientras dirigía al trabajador que sostenía el otro extremo. Aunque mantuve la mirada casi fija en la gran excavación donde operarios se afanaban en preparar el cimiento de uno de los receptores, miré con discreción a los equipos de seguridad y a las entradas a los almacenes prohibidos para los que no eran miembros de las milicias.

Me tuve que frenar de golpe; un muchacho, que llevaba prendas sucias y raídas, tropezó a un par de metros de mí y golpeó con las dos barras de metal que trasportaba los ladrillos de argamasa enriquecida con minerales conductores. Nada más que el chico vio que había quebrado un par, se levantó y dirigió la mirada hacia uno de los miembros de la milicia encargado de la seguridad del sector.

—¡¿Por qué eres tan tonto, niñato inútil?! —Avanzó rápido, vestido con ese asqueroso uniforme negro con gruesas franjas rojas que surcaban las mangas, sacó la porra y el chaval gimoteó y se cubrió la cara—. ¡Eso vale más que tu vida!

Estuve a punto de soltar el extremo de la viga y enseñarle al miliciano el poco valor que tenía su existencia para mí. El muchacho no me importaba mucho; aunque había empezado a trabajar el tratar de ponerme en la piel de los demás, todo después de que me sincerara con el hombre que me salvó la vida en la playa, le contara mi historia y él me pidiera que saldara mi deuda siendo compasivo y empático, todavía tenía mucho camino que recorrer. No, el destrozarle al miliciano la cara a ladrillazos era un deseo propio, un ansia por comenzar la limpieza en la ciudad.

—Salter —me habló el trabajador que sostenía el otro extremo de la viga—. Vamos, tenemos que entregar veinte más antes del almuerzo.

Apreté los dientes mientras el miliciano se acercaba al chico y me fue difícil contenerme. Por suerte, el subyugar los impulsos casi incontrolables por el ansia de haber muerto y haber regresado se me daba mejor que la empatía.

—¡¿Vosotros qué miráis?! —bramó el miliciano, antes de golpear al muchacho con la porra en la cara—. ¡Moveos!

Inspiré despacio y me imaginé a esa escoria atada a un gran árbol, cerca de una barbacoa, mientras gritaba al ver cómo doraba sus miembros amputados.

—Enseguida —respondí, tosí y sorbí por la nariz.

—Salter... —susurró el trabajador que sostenía el otro extremo de la viga, antes de suspirar.

El miliciano, a punto de volver a golpear al chico, me miró con una mezcla de rabia e incomprensión.

—¿Enseguida? —repitió un par de veces mientras daba un par de pasos—. ¡¿Enseguida?! ¡Muévete, ya, maldito obrero de mierda!

No moví ni un músculo de la cara, mantuve mi inmutable inexpresión.

—Enseguida —contesté.

—¡¿Te crees que soy imbécil?! —gritó a poco menos de un metro de mí.

Fantaseé con soltar la viga y hundirle los pulgares en los ojos. Menos mal que había empezado a ser un hombre nuevo. Eso lo salvó.

—No, no creo que lo seas, pero si el chico no recoge las barras, los ladrillos y se echa a un lado, no puedo llevar esta viga que la necesita con urgencia el capataz del sector. —Ante el desconcierto del miliciano, cerré el puño y señalé con el pulgar hacia atrás—. Mira el tamaño de esto y el espacio que hay para bordear la excavación por la derecha. Tenemos que seguir recto.

Era mentira, con un poco de maniobra podría haber llevado la viga entre los trabajadores que preparaban la fundición de las barras y los anclajes del receptor.

Cuando muera el solDonde viven las historias. Descúbrelo ahora