Capítulo 7

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Caminé absorto, ignoré las ratas que correteaban emitiendo chillidos, no presté atención al agua sucia, al papel de váter apelotonado ni a las toallitas húmedas que flotaban y se sumergían en los remolinos de la débil corriente de las alcantarillas. Me adentré en el laberinto subterráneo de podredumbre y hediondez que recorría el subsuelo de la ciudad castigado por el recuerdo de la derrota.

Nunca me había sentido tan rabioso, tan derrotado, convertido en un fracaso. La humillación hizo que no pudiera apartar la imagen de mis enemigos, colgados boca abajo, con ganchos de carnicero hundidos en sus vértebras. Me era imposible no imaginarme con el rostro cubierto de sangre, saboreándola, mientras adhería mucha sal a la hoja de un cuchillo y cortaba despacio, a diminutos tajos cada pocos segundos, profundizando lo justo, lo suficiente para que los gritos aliviaran mi ansia de vengarme.

Ahí, en ese apestoso túnel, decidí desprenderme de la poca humanidad que aún conservaba. Mesyak me pidió que me lamiera las heridas y que liberara a mis demonios. Fue lo último que me dijo e iba a hacer más que eso; iba a dejar que me devoraran y que masticaran mis entrañas para que no se me olvidara lo que era el dolor; lo que era perder; lo que era la deshonra; lo que era sentir que te escupían en la cara y reían sin que fueras capaz de callarlos y arrancarles los labios y las lenguas. Les iba a ceder el control a mis demonios para que me concedieran el poder de aplastar la ciudad.

Mis enemigos —el Puño, los jerarcas y el loco del chubasquero— habían decidido jugar con una misma baraja para apoderarse de los edificios, del hormigón y del asfalto. Creían que nadie sería capaz de frenarlos, que sucumbiríamos, pero les iba a demostrar lo equivocados que estaban. Creían que habían ganado la guerra antes de que empezara, cuando les cayera la lluvia de fuego y las llamas los calcinaran, entre gemidos y gritos, descubrirían su error.

Tras cerca de media hora en llegar a un túnel sellado, me aproximé al muro, me quité el guante, desactivé el casco y acerqué la mano a un ladrillo. Antes de que la pared se dividiera en dos bloques y ambos se desplazaran hacia los lados, una luz verduzca me escaneó un par de veces. Me quité el otro guante y me adentré en un corredor negro de placas metálicas pulidas. Las luces del techo parpadearon varias veces, ganaron potencia e iluminaron el pasillo.

—Protocolo Ardemis —dije, tras detenerme delante de la gruesa puerta que sellaba la entrada de las instalaciones.

Un pitido, débil e intermitente, sonó durante casi veinte segundos hasta que lo silenció la aparición de una figura oscura con un rostro sin facciones.

Protocolo Ardemis en marcha —repitió un par de veces la proyección del sistema de control mientras varias franjas grises la surcaban desde los pies hasta la cabeza, poco antes de que la puerta se abriera y chirriara.

—Quiero el control de los sistemas de seguridad de los pisos francos, de los almacenes y de los refugios subterráneos —ordené, una vez que el acceso quedó abierto—. Quiero que estén cargados y operativos en el menor tiempo posible. —Entré en las instalaciones y los focos alumbraron la inmensa sala de control—. Activa comunicaciones y contramedidas.

Accediendo —contestó la figura, antes de desvanecerse.

Al mismo tiempo que tanto el muro como la puerta sellaban las entradas, me quité el chaleco, lo dejé en una mesa con documentos, desenfundé la pistola, desenvainé los cuchillos y puñales, desacoplé las barras extensibles y me retiré las piezas acorazadas de la indumentaria de combate. Puse todo encima de los documentos, me quedé vestido tan solo con la parte del traje de guerra formada por mallas entrelazadas y caminé hacia un panel. Una chapa, que recubría un cuadrado de aleación líquida y se elevaba algo más de metro veinte, se iluminó con un fugaz destello gris.

Cuando muera el solWhere stories live. Discover now