Capítulo 4

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Un vagabundo borracho tropezó en la acera de enfrente y, entre eructos, maldijo por haber roto la botella que quería apurar hasta la última gota. Cuando asumió que los cristales no volverían a juntarse, giró la cabeza y buscó a ver si alguien se apiadaba de él y le daba unos denerios para seguir hundiendo su vida en alcohol. Al no encontrar a nadie en la acera donde estaba, sonrió, dejó al descubierto los dientes ennegrecidos, me miró e hizo el amago de cruzar la calle.

Antes de que diera el primer paso, desenfundé la pistola, apunté al asfalto e hice un movimiento con la cabeza para que se fuera. Corrió tan rápido que se le cayó el cordel que usaba como cinturón. 

Guardé el arma, dirigí la mirada hacia una esquina y me quedé un par de minutos contemplando a los devotos del renacimiento de las estrellas. Nunca entendí por qué malgastaban su vida concentrándose en las calles por las noches, rodeados de velas, con las túnicas púrpuras impregnadas por el rancio olor del incienso y con las manos apuntando a un cielo que les había dado la espalda. Les hubiera sido más fácil aceptar que las estrellas desaparecieron para no volver, hubieran hecho bien en conformarse con que les quedaba una luna que resplandecía en la oscuridad de las noches.

Inspiré despacio, ignoré las plegarias y observé unos vehículos fortificados acercarse. El vaho que surgía de las alcantarillas, la pintura descolorida de las fachadas de los edificios y los continuos apagones de una farola me acompañaron hasta que el convoy se detuvo.

Del compartimento del conductor del vehículo que quedó enfrente de mí se bajó un hombre algo más alto que yo. Llevaba puesto un traje marrón oscuro ceñido con las solapas recubiertas por tiras de cuero y sostenía un detector de metales.

—Tienes que estar limpio para ver al jefe. —Dio un par de pasos y me indicó que levantara los brazos—. Voy a cachearte. —Ni me molesté en mirarlo, no hacía falta para saber que era un novato—. ¿Estás sordo?

Me contuve, ese inútil no me importaba, me hubiera encantado apretarle la mandíbula contra el bordillo y pisarle la cabeza, pero su jefe merecía respeto. Por eso aguantaría unos segundos más.

—Que levantes los brazos. —Al ver que ni lo miraba ni me movía, se acercó—. ¡Payaso, levanta los brazos!

Una de las ventanillas bajó y se oyó una risa.

—Estás forzando demasiado al destino. —La voz hizo que el hombre se echara hacia atrás—. Porque hoy lo has cogido de buenas, otro día ya serías carne picada. —La puerta se abrió y quien hablaba salió del vehículo—. Un placer verte de nuevo, Bluquer. —Me puso la mano en el hombro y me miró a los ojos—. Tienes su mirada, eres su vivo retrato.

El imponente hombre ataviado con ropajes de pieles de animales, con los ojos marrones resaltando en un rostro castigado por la edad y las cicatrices, sonrió justo cuando una leve brisa meneó la negra melena encanecida que caía sobre sus amplios hombros.

—Eso me dicen los que lo conocieron. —Fijé la mirada en sus ojos y sentí el profundo respeto que tenía por mi padre y por mí—. Me alegro mucho de verte, Acmarán.

El corpulento hombre que sobrepasaba por poco los sesenta años profundizó la sonrisa.

—Hemos dejado pasar mucho tiempo. Hace demasiado desde la última vez que nos vimos.

Asentí.

—Cambiaron muchas cosas tras su muerte. —Bajé la cabeza y, durante un instante, me permití recordar uno de los días que más marcaron mi vida—. Después de lo que pasó, apenas he podido escapar de la ciudad. Solo he salido por trabajo.

Acmarán inspiró despacio mientras los ojos se le tornaban algo vidriosos.

—Lo quería como a un hermano. Combatimos juntos muchas veces. Incluso cuando éramos unos jóvenes ingenuos, luchamos como voluntarios en las guerras de la noche.

Cuando muera el solWhere stories live. Discover now