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Toda la vida la dediqué a golpear a gentuza para que saldaran sus deudas. Y ¿para qué? Serví años sin rechistar, siempre con los puños preparados, sin dudar, sin permitir que mi conciencia me soltara un sermón.

Maté con las manos, con los dientes, a cabezazos, a patadas, partiendo cráneos con las rodillas. Cumplí como una bestia y no dudé cuando señalaban a quien tenía que torturar. Otros se echaban atrás, se apiadaban de niños, mujeres o ancianos, y ¿a quién llamaban? El seboso contaba conmigo para lo que fuera.

Sabía que el negocio no perdonaba, solo hacía falta que fallaras una vez para acabar con una diana en la frente. Asumo mi culpa. El último encargo no salió bien, faltó profesionalidad, pero lo que me hizo hervir la sangre fue que ese gordo no se dignara a escucharme. Envió a matones a mi casa, a escoria que la destrozó, me ató y me colgó como a un cerdo en un matadero. Mi orgullo quedó roto y mis entrañas, como si me hubiera tragado un puñado de clavos al rojo, fueron abrasándose en una lenta tortura.

—¿Le quitamos el saco? —Al igual que la cara picoteada por el sarpullido y los labios cortados de los que escapaba, la voz, con ese asqueroso arrastre de palabras, era inconfundible—. No le queda mucho, en un rato estará durmiendo con los peces. ¿No crees que se merece un poco de respeto?

Los pasos, que iban de un lado a otro, revelaban nerviosismo. Mucho nerviosismo.

—No sé, Maur, el tipo es una leyenda, puede que el más grande, pero el jefe dijo que lo tuviéramos así hasta que llegara. —Otra voz conocida, hasta ese momento no pensé que el flacucho me tuviera en tan alta estima—. Me gustaría quitarle el saco y que no pasara lo poco que le queda de vida con la cara tapada con trapos meados, pero las órdenes son las órdenes.

Los pasos de nuevo. El golpeteo de las suelas de los zapatos en el hormigón transmitía una intranquilidad tan cercana al miedo. No hacía falta oler la mierda para saber que estaban a punto de manchar los pantalones. Me sorprendió que, con el ejército de matones que tenía, el seboso mandara a esos dos a vigilarme. Demasiado inseguros; demasiado frágiles; demasiado temerosos.

Un maullido en un callejón y resoplaron intranquilos. El distante claxon de un vehículo de carga y cuchichearon inquietos. Un par de graznidos de gaviotas y casi estallaron.

El viento, que hasta poco antes tan solo estaba impregnado por el salitre, se cargó con el aroma del café molido. Quizá tendría que haber experimentado cierta satisfacción al descubrir en qué parte del puerto iba a morir, el olor tostado indicaba lo cerca que estábamos de los almacenes de la empresa cafetera de la ciudad, pero alguien quería que esa noche no tuviera ni la más mínima alegría.

El sudor frío me empapó la camisa, la saliva se agrió y el aliento me heló los labios. Algo con lo que jamás imaginé toparme estaba cerca y no iba a desaprovechar la oportunidad de hacerme pagar.

Los crujidos de los tablones al quebrarse silenciaron las sacudidas del mar contra el rompeolas y espantaron a unos cuantos gatos y a algunas gaviotas. Giré la cabeza y traté de ver a través de los diminutos agujeros del saco por los que se filtraba la luz anaranjada de las farolas.

—¿Has oído eso? —preguntó Maur—. Viene de ese almacén.

—No es nada —repitió un par de veces el flacucho, más para tranquilizarse que para calmar al desgraciado de la cara picoteada por el sarpullido.

Inspiré despacio, tenía una ligera esperanza de que no acabaría como acabó, aunque al percibir el aroma del café molido difuminarse mientras me alcanzaba un débil olor ácido, algo camuflado pero lo suficiente penetrante, cerré los párpados y me dejé engullir por la certeza de que terminaría con un balazo en la nuca o convertido en comida para los peces.

Cuando muera el solWhere stories live. Discover now