Capítulo 9

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Un líquido viscoso me dificultó moverme, tuve que forcejear para alcanzar la superficie. Emergí, solté un grito ahogado y llené mis pulmones de golpe. Estaba oscuro, apenas se distinguía lo que había a más de un metro. Luché por llegar a la orilla, hundí las manos en el fango y me arrastré exhausto hasta salir de la ciénaga.

—¿Dónde...? —dije con dificultad—. ¿Dónde estoy?

Me tumbé boca arriba en el barro y permanecí inmóvil un buen rato. Me dolía la cabeza, los ojos, los oídos y los músculos. Con cada respiración, los pinchazos me atravesaban los pulmones. Estaba destrozado por dentro y por fuerza.

Aunque difuso, aún percibía el eco de la voz del engendro. Ya no resonaba entre mis pensamientos, pero sus efectos perduraban; era como si me hubieran envuelto el cerebro con alambre de espino y lo hubieran golpeado sin parar con un bate.

Observé la niebla oscura que me envolvía, la vi condensarse, formar pequeñas nubes y producir un incesante goteo de un líquido negro. Atrapado por esa hipnótica visión, intenté ordenar mis pensamientos. Fui capaz de recordar que el agua helada del río inundó mis pulmones, que caí al fondo del cauce y que la corriente tiró de mí. Reviví la última imagen que vi antes de que mis ojos se cerraran y el frío se adueñara de mi cuerpo: la de los débiles destellos dispersos que las luces de la luna y de las farolas creaban en la superficie del agua.

—Tengo que volver... —me costó hablar, cada palabra la sentí como un bisturí que punzaba los pulmones, rajaba la garganta y se hundía en la lengua y los labios.

Renuncié a tratar de levantarme y me permití cerrar los ojos. El cansancio era tal que ladeé la cabeza para acomodarme. No era el mejor lugar, el barro estaba casi congelado, pero, tras abrir los párpados varias veces y luchar contra lo inevitable, cedí y acepté que necesitaba conceder reposo a mi cuerpo y a mi mente. No me resistí más al sueño.

El crujir de la madera al ser devorada por las llamas me acompañó mientras me despertaba

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El crujir de la madera al ser devorada por las llamas me acompañó mientras me despertaba. Tenía dolor de cabeza y permanecí con los ojos cerrados casi un minuto para tratar de calmarlo. Abrí los párpados poco a poco, dirigí la mirada hacia la chimenea y contemplé extrañado las llamas azules que consumían la leña.

Pasé la mano por el pecho y sentí el tacto del terciopelo del albornoz granate que llevaba puesto. Me incorporé, me senté en el grueso colchón y examiné la estancia.

—¿Dónde demonios estoy? —pregunté en voz baja, tras fijarme en el papel de las paredes pintorreado con amplios trazos de brochas—. Si esto es el infierno, no han hecho un buen trabajo. —Elevé la mirada y observé la lámpara de techo con centenares de cristales rojos que colgaban unidos por finos hilos—. Me esperaba una tortura más dolorosa, no que me quisieran hacer sufrir con tan mal gusto. —Bajé la cabeza y miré las horrendas pantuflas con dibujos de caras de osos pandas que llevaba puestas—. No puede ser. ¿Voy a tener que pasar la eternidad así? ¿Vestido como un imbécil?

Cuando muera el solOnde as histórias ganham vida. Descobre agora