—El caso es que tardaron muy poco en ponerme el hombro al sitio... me dieron un cabestrillo para llevarlo una semana y poco más. Para celebrar que ya estaba bien... y supongo que para intentar que dejase de llorar de una vez por todas, papá me invitó a un helado, aunque fuese pleno invierno. 

—¿De qué pediste el helado? —pregunta Ricardo, andando a mi lado. Estoy tan metido en mi cabeza que su voz consigue sorprenderme —. ¿De pistacho?

—Sí, de pistacho —respondo—. Recuerdo perfectamente a mi padre suspirando y diciendo algo como "Qué gustos más raros tienes, hijo" —Ricardo ríe y yo río también —. Luego añadió también que ese sabor no me pegaba, que era un poco sabor de helado de niño pijo. ¡¿Te lo puedes creer?! —sigo riendo—. Y mira cómo he acabado...

Ricardo suelta también una carcajada y asiente.

Después del helado fuimos directos a casa donde mamá también contuvo las ganas de darme un fuerte abrazo. Ella ya tenía la cena preparada así que la tomamos los tres juntos de cara al televisor. Fue uno de esos curiosos días que eran buenos desde el principio hasta el final, que hacían que me metiese en la cama con un sentimiento agradable en el estómago y que me hacían pensar que, quizás, a partir de ese momento las cosas serían así siempre.

Las cosas no fueron así siempre.

Pero esos raros días buenos eran una prueba clara y tangible de que mi padre tenía la capacidad de ser bueno y amable y cariñoso.

Esos días me obligaban a preguntarme constantemente que, si mi padre me había demostrado que podía ser así, ¿cómo de mal me estaba portando yo para enfadarle de esa manera? ¿Qué debería hacer para ser un buen hijo y que él así fuera un buen padre?

Pero yo no le cuento nada de esto a Ricardo. Solamente lo sigo hasta el coche, apoyo mi cabeza contra la ventanilla y suspiro. Estoy agotado.

—Oye, Darío... —Ricardo me llama y después carraspea antes de seguir hablando—. Tu amigo... el  que se ha roto la pierna... también le acompañaste al hospital la semana pasada, ¿verdad?

Enrojezco por completo. ¿Lo sabe? Madre mía. ¿Sabe también que estuvo en casa?

—¿Lo sabías? Yo... Lo siento —digo automáticamente.

—¡Menudos días más accidentados lleva el chaval! —exclama Ricardo sonriendo—. Tu madre y yo tenemos ojos en todas partes, Darío, que tenemos que cuidar bien a dos adolescentes... Pero no es nada malo. No te disculpes.

—Lo siento —repito—... No es solo mi amigo —añado después, antes de que pueda arrepentirme—. Bueno. Ahora no es ni siquiera mi amigo. Hemos... discutido... acabado. Pero antes... La semana pasada. Éramos más que amigos. Supongo.

Mientras hablo le vuelvo la espalda a Ricardo pues no quiero ver su reacción, me atraganto con mis propias palabras y el corazón me late tan desbordado que siento que se me va a salir por la boca.

—Bien. O sea... que qué pena que hayáis discutido. Me alegro... me alegro mucho de que hayas encontrado a alguien y de que me lo cuentes y todo eso —dice.

Esto es bueno, ¿no?

Joder, voy a estallar de la vergüenza.

Hago un esfuerzo por girarme y volver a mirarle.

—¿Te parece bien, entonces? Que yo sea... —Ricardo espera a que acabe la frase pero no lo hago.

—¡Pues claro! —exclama, sonriendo—. Claro que sí. Gracias por habérmelo contado.

Sigo en tensión, pero me he quitado un pequeño peso de encima.

—Y... Darío. Puedes contarme lo que quieras, ¿vale? —dice—. Sé que no soy tu padre, pero... Jimena y tú sois mis hijos, ¿entendido? Los dos. Y me voy a preocupar siempre por ti... y sé... sé que has pasado por mucho y quizás estás descubriéndote a ti mismo ahora, qué sé yo, eres adolescente... Quiero decirte que puedes hablar con tu madre y conmigo de lo que quieras. Y podemos ir un día al cementerio y visitar a tu padre y... No sé, también podemos buscar ayuda de un profesional, que no es malo pedir ayuda. ¿Sabes? Joder, que no estoy acostumbrado a hacer esto...

El hombre me mira a mí y después a la carretera de nuevo, dando golpes rítmicos con los dedos sobre el volante del coche. Debe estar esperando a que responda, pero yo no sé ni qué decir. Por favor, solo quiero llegar a casa, meterme en la cama y no salir de ahí nunca.

—Lo... lo tendré en cuenta —digo, finalmente—. Gracias.

No se me ocurre nada más para decir.

El coche llega por fin a su destino y aunque la cara me sigue ardiendo de la vergüenza, me invade un alivio inmenso.

El coche llega por fin a su destino y aunque la cara me sigue ardiendo de la vergüenza, me invade un alivio inmenso

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
Perdona si te llamo Cayetano | A LA VENTA EN FÍSICODonde viven las historias. Descúbrelo ahora