Capítulo 43

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Ya te imaginarás la recomendación principal: no te detengas en el camino. A lo largo de todas las calles solo hay anarquía. Aunque el escenario no se dista mucho desde aquellos días en los que Luna y yo recorríamos las plazas para devorar algún smoothie, sigue siendo devastador cómo incendian vehículos y se matan entre sí. Antes oías a la policía, o veías a las camionetas blancas detener a quienes perturbaban la paz, para luego bañarlos con espuma amarilla de la que arde mucho; pero hoy nada más hay maldad allá afuera. No, no maldad: humanidad. Sí, la verdadera esencia humana. Y no me refiero a que siempre hemos sido una raza malvada que disfraza sus perversiones con modales, sino que ahora ya se ve únicamente a ese ser natural, el animal que está más apegado a la naturaleza, quien siempre fue en los momentos más graves.

      Humanidad.

      Más que horror o impresión, me produce tristeza, pues la mayoría nos lanzan piedras o huevos, al tiempo que gritan por salvación. Ellos no tienen automóviles para ir a Gran Paraíso; piden que los llevemos, y son capaces de agredir a otros para subirse a la camioneta. Como traemos una pick up, al pasar nosotros un poco más lento entre chatarra chamuscada y jirones de humo negro, las personas corren con la idea de saltar a la batea; saben a dónde vamos y no perderán una oportunidad de intentarlo.

      De las casas y edificios, ya abandonados la mayoría, cuelgan mantas gigantescas con mensajes más bien dirigidos a los helicópteros oficiales: «Llévennos en el Arca» o «Nosotros también merecemos vivir.»

      —No los veas, Alicia —me dice Papá, que se interrumpe para esquivar otro montón de chatarra envuelto en llamas—. Deberías echarte en el asiento y cerrar los ojos. —Cuando hay camino libre, vuelve a acelerar. Ahora parece competir con otros dos coches que llevan la misma dirección que nosotros. Van a toda velocidad, y se nota que llevan maletas y otros artículos que los delata como familias. Kilómetros después también nos encontramos con otros que han caído en el camino; de la velocidad que llevaban, terminan por perder el control y estrellarse contra el muro divisor.

      No lo consiguieron.

      —Tú también, Dolores —espeta. Ella solloza con furia, con el rostro escondido en su mano derecha—. No los veas. No te sientas culpable por ellos tampoco, que ya no hay otra manera en la que les podamos ayudar.

      —Deja subir a unos dos o tres, por lo menos. ¡La batea está libre! Allá atrás solo tienes ese mugroso aparato de sonido que pusiste.

      —Si lo hacemos, otros idiotas vendrán y querrán lo mismo. ¡No!

      —Es que, Javier, ellos están desesperados y...

      —¡No nos importa, Dolores! Son ellos o nosotros. Además, no podemos confiar en nadie más que en nosotros tres.

      Siguen discutiendo, pero yo me tapo los oídos para estar en mi propia armonía. Deseo que todo sea una mentira, un mal sueño, pero, claro está, nada de esto sucede. Pienso en Bernie y Luna. Estamos en un sitio donde somos felices y nada ocurre, donde el cielo es azul y no púrpura, donde las noches son oscuras y con luces multicolores, y que no son como días pardos y rosados. Mi fantasía me ayuda por unos segundos hasta que ellos paran de discutir y regreso a la realidad.

      Papá prende la radio y capta puro ruido, pero la deja encendida por si la hora muerta termina pronto. Entretanto subviene un silencio, propiciado por haber salido ya de Puerto Rey, tengo la oportunidad de pensar hasta en Joan Fink. La veo en su asiento, meneando su café con la cuchara y haciendo su típica rutina de psicoanalista de película de terror que, en lugar de darme miedo, me daba una gran confianza. ¡Oh, Joan! Como eres una gran profesionista, tal vez te diriges en estos instantes a Gran Paraíso, igual que nosotros. Tú si tienes asegurado un boleto para el Arca. Me pregunto si se acordará de mí en medio del apocalipsis y toda la destrucción.

      Tras veinte minutos de estática, la radio capta una estación con música clásica.

      —¡Se ha terminado la hora muerta! —celebra Papá. Pero ella no responde; aún se frota la frente con el índice y el pulgar en un gesto de resentimiento. Todavía se ha de sentir culpable por la gente que, de hecho, matamos allá atrás—. Veré qué dicen sobre el Arca.

      Gira la perilla, a la vez que cuida el camino, y solo da con más música.

      —¡Maldición! ¡Horrores! Desde hace días solo pasan el réquiem de Mozart.

      Nadie contesta. Él suena la bocina a otras camionetas que nos rebasan; aquellas habían estado cerca de perder el control para impactarse con nosotros. Pero no aminoran la marcha, pues luego de hacer chillar a sus neumáticos, se reincorporan a la pista como si nada. Nos dejan atrás, comiendo el polvo. Quién sabe a qué velocidad conducen. Yo siento que nosotros vamos como caballos desbocados a ciento sesenta kilómetros por hora.

      «¡Lacrimosa! ¡Lacrimosa!»

      Los coros de la radio hacen que me inspire y reflexiono esta vez las palabras de Joan.

      Ella me había dicho que no debía olvidar quién era. Ahora comprendo de verdad lo que me quiso decir. Durante todo el apocalipsis no he tenido la oportunidad de perder mi identidad, de volverme salvaje como los demás; ellos han olvidado quiénes eran, y yo no. Todavía sé mi nombre, qué quiero y qué busco, pese al posible final que se avecina. Hasta que no respire más, no dejaré de ser yo. Aunque el fin del mundo me pise los talones, no dejaré de ser Alicia Huberi.

      En el desierto es muy fácil olvidar tu nombre.

      «Soy Alicia Huberi, vivo en Tropicalia. Gamelia es la patria que me dio la vida. Vivo en un planeta hermoso y raro en la galaxia, si no único. Quiero utilizar mi voz y... Sí... ¡Eso quiero! Quiero hablar, quiero decir muchas cosas y significar algo en este mundo ¡Quiero utilizar mi voz! Mi voz es bonita, ¿no? ¡Quiero que mi voz haga la diferencia!»

      A pesar de que ya no tenga sentido expresar mis deseos, pensar en ellos me ata a la tierra. Si reflexiono y repito mi nombre, no me vuelvo loca, no me pierdo. Continúo diciéndome quién soy y qué quiero. Lo logro.

      Un bocinazo más, y para mi horror, otro coche familiar pierde la carrera: da muchas vueltas y queda tumbado a un lado del camino, en medio de una nube de polvo marrón.

      «Son ellos o nosotros.»

      En un acto de estrés, Papá se aloca y golpea el radio, para volverlo a apagar. Maldice a la música de Mozart, no tanto porque no le guste, sino porque detesta la emoción que le transmite, pienso yo. De un apartado en el tablero, saca un disco compacto y pretende ponerlo. Mamá no le ayuda, y él comienza a complicarse. Estoy a punto de disuadirlo para que no nos matemos también, pero él consigue sacar el disco de la cajilla e introducirlo en la bandeja del aparato. De un instante a otro, en el que había solo calor y estática en el aire, una de las tantas canciones bonitas de los años setenta se reproduce. La melodía nos devuelve la tranquilidad.

      Y mi teléfono vibra: una notificación de Slidebum...

      Entonces, abro mi boca de sorpresa al ver lo que dice.

***

Por cierto, ¿sabían que Mozart compuso el Réquiem en su lecho de muerte?

El gran destello en el cielo ©Where stories live. Discover now