Capítulo 39

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Bernie

Una vez que me acerco a las inmediaciones del hospital, llego a una avenida en la que no me detiene el tráfico, sino una turba que lleva en sus manos cajas de todo tipo. Al principio pienso que es otro usual saqueo, que han irrumpido en las tiendas de la zona, pero caigo en cuenta de que no solo es así, pues se pelean entre ellos como animales de la selva. Unos cargan cajas de latas como para encerrarse en sus salas a esperar el cataclismo y otros llevan rótulos colgados en sus cuellos, en los que se leen las típicas frases de: «El final está cerca» o «Dios nos ha abandonado».

      Aminoro la velocidad, porque temo atropellar a alguien, y soy testigo de todo tipo de aberraciones de las que la policía ha desaparecido: un huevo se estrella en mi ventanilla y me sobresalta, un sujeto desea arrancar las latas de los brazos de una anciana, e incluso una mujer de caminata errática solo anda con una pistola en la mano. Luego de creer que solo apunta a la nada, quizá porque se ha vuelto loca, me sorprendo al ver que comienza a disparar a otras personas que corren de un lado a otro.

      Intento acelerar con la intención de salir de allí como pueda, pero no hay por dónde pasar sin que alguien termine herido sobre mi cofre. Sé que ya no importaría matar a nadie, y tal vez me juzgues de débil o cobarde, pero es que simplemente no puedo aunque quisiera. De cualquier manera, aquellos límites son traspasados cuando una nueva sorpresa acude a mí: un viejo barbón se había acercado con un martillo y había golpeado la ventanilla donde aún permanecían los residuos del huevo.

      —¡Sal de allí! —grita el viejo, pero yo acelero, atropello a una mujer que corría despavorida y me estrello con un poste de luz. Y aunque su cuerpo resquebraja el parabrisas, la señora se levanta y huye lastimada, sin reparar en mi error.

      Quiero activar la reversa, pero la máquina se traba debido a que la defensa se encuentra atorada en la barra de hierro, que, inclinada, está a punto de partir mi auto a la mitad.

      El anciano se vislumbra en el espejo lateral y veo cómo empuña nuevamente su martillo. En aquellos pocos segundos, estiro la mano a la manija de la guantera, la abro y busco entre papeles la pistola de Fritz.

      —¡Dame el carro, niño! ¡Dámelo!

      —Sájate, viejo cabrón —maldigo antes de sostener la culata del arma. Enseguida viene otro impacto, y otro más, hasta que por fin el vidrio explota y vierte una profusa cantidad de granizo sobre mí. Minúsculos pedacitos me cubren el regazo, además de que siento numerosas punzadas en el rostro. Solo espero que no me hayan caído en el ojo.

      Siento las manos agresivas del anciano aferrarse al cuello de mi camisa, mientras que con la otra trata de encontrar la manilla. Entonces abro más mis ojos y noto que mi visión se encuentra bien pero no perfecta. El vientre de mi camiseta y sus manchas rojas son lo que mejor veo, pues mis mejillas, rasgadas por el vidrio, sí me han cortado. Al mismo tiempo que lucho contra el viejo, acomodo la pistola con la mano derecha e intento dirigir el cañón hacia él.

      —¡Bájate!

      —¡No! ¡Lárguese!

      —Quiero el coche.

      —¡Largo! ¡Es mío!

      Me da un puñetazo en la nariz y pierdo la noción del presente durante un segundo. Veo que con su martillo ahora pretende destruir el seguro, o la propia manilla de la portezuela, así que, en tanto aprovecho su confianza en este acto, no tengo más obstáculos; sin piedad, sin pensar en las consecuencias, acciono el percutor contra su hombro y el sujeto grita del dolor, mientras se aprieta la hemorragia.

      Pero desiste, y yo estoy impresionado por lo que acabo de hacer. No puede ser real.

      El viejo abre la puerta, y tres sujetos llegan y lo tumban. Uno de ellos me coge de la ropa y de los cabellos, para después lanzarme contra el pavimento. Los ladrones no actúan juntos; allí tirado, los veo luchar entre sí por el carro. Pierdo de vista la pistola y me arrastro para agarrarla, y cuando la tengo, uno de los maleantes logra arrancar el vehículo y echarlo en reversa, a pesar de que el poste casi nos cae encima tras el propio hecho.

      Grito de frustración, apunto a todos lados y disparo otras tres veces contra el coche, pero aquel ya se ha ido y ninguna bala le hace daño real. Tanto el anciano herido como los otros dos me miran, asustados, y corren en direcciones contrarias.

      Ya quedo solo, a pie, con una nueve milímetros y nada más cuatro municiones. Mientras esté armado, ningún otro oportunista querrá lastimarme, de modo que continúo mi camino a pie. Al divisar el edificio del hospital, rodeado por demás de numerosos acordonamientos estatales, me hecho al piso, vencido por el cansancio, e intento seguir. No me había dado cuenta, pero ahora que pongo atención a mi cuerpo, noto que la sangre me sale de todos lados: de la nariz, de un brazo y de las piernas. Creo que también me han dado patadas en la espalda, porque me duele al caminar erecto; tengo que encorvarme para menguar el dolor.

      Arriba del hospital brilla Estela, triunfante, ansiosa por devorarnos. La imagen no me produce más que otro ataque de frustración. Apunto con el arma, hacia ella, para inútilmente querer dispararle. De nuevo lloro y caigo, esta vez sobre mis rodillas. Cubierto de lluvia y lágrimas solo puedo decirle a Estela:

      —¡¿Por qué no te largas?! Nada más has causado puro dolor y muerte... Nadie te quiere aquí, ¿oíste? ¡Nadie! ¡Lárgate! ¡Lárgate! ¡Lárgate de aquí!

      Oigo el arma golpear el concreto, debajo de mí. Durante mi lecho de sufrimiento, unos oficiales se acercan; intrigados por mis gritos, me apuntan con su linterna y comienzan a hacerme preguntas hostiles, como a todo quien ha de acercarse hoy a cualquier centro médico.

      —Busco a mi padre. Se llama Bernard Fripp. Está internado aquí.

      —¡Identificación! —ladra uno, a punto de echarme a patadas.

      Ya no me queda nada, así que solo levanto mi cara contra aquella dura luz.

      Ellos se asustan, por supuesto, y luego me ayudan a entrar.

El gran destello en el cielo ©Where stories live. Discover now