Lo oigo gritar horrorizado y lo veo traspasarme en un vano intento de intentar quitar mis inmateriales manos de su cabeza.

—¡Hank, suéltalo ahora mismo! —Hago caso a su petición y con mis ojos fijos en los de ella y una sonrisa petulante suelto al tipejo dejándolo estrellarse contra el suelo.

Abbie luce colérica, pero me importa bastante poco. Me regocijo de mis actos cuando el joven sale despavorido por la puerta, como si lo persiguiese el diablo.

—¡Estás loco, maldita sea! —Camina enfurecida hacia mí. Bajo la cabeza a medida que se acerca sin quitar la sonrisa de mis labios. Tantas veces he querido intervenir en tantas cosas, pero no pude. Luego de tantos años... Al fin puedo hacer lo que me dé la gana.

—Se lo merecía. —Mi respuesta seca y careciente de arrepentimientos le arrebata una carcajada cargada de ironía. Devuelve sus bonitos ojos a mí antes de alzar la mano dispuesta a darme una bofetada que intento frenar, pero mi mano la atraviesa. Mi sonrisa se borra por completo.

—¿Qué demonios te sucede? Te metes en mi vida, en mis relaciones, ¡como si tuvieras derecho! —La escucho, pero no logro prestarle atención. Mis ojos están clavados en mis dedos flotando en el aire, que se quedaron esperando para frenar su golpe—. ¡Que tú no hayas tenido una maldita vida durante tanto tiempo no te da derecho de meterte en la mía!

Mis pensamientos frenan de golpe y mis ojos se dirigen con rapidez hacia ella.

Vaya.

El arrepentimiento viaja rápido hasta su mirada, pero yo ya me encuentro herido por sus palabras. Después de todo, solo soy un muerto para ella, tiene sentido.

—Hank, lo siento, no quise deci... —La interrumpo con mi huida. No me apetece quedarme a oír sus arrepentimientos.

Salgo de la mansión a toda velocidad y me dirijo a un lugar que nunca me atreví a visitar. Lo observo de lejos y siento un nudo alojarse en mi garganta. Una tenue neblina cubre las puntas de las lápidas y el césped alto esconde las tumbas de mis antepasados. Entre ellas, la mía y la de mi familia.

Miro el cielo gris, anunciando una tormenta dentro de poco. Las nubes me reciben como si fuera un espejismo de mi alma, vacía y nublosa.

—Lo siento. —No despego la vista del manto grisáceo que se cierne sobre nosotros. Me pregunto, como tantas veces lo he hecho, si mi familia estará allí.

¿Será que existen las calles de oro y el mar de cristal, como decía mamá? ¿Será que yo iré allí algún día?

—Hoy es el aniversario de mi muerte. —Comento lo que ha estado agobiándome. Mis dientes atrapan mi labio pese a que sé que no puedo llorar, no de forma literal.

Abbie se queda callada hasta que siento una presión caliente como un cosquilleo sobre mi mano, y la descubro simulando tomarla. Una sonrisa aparece en mis labios sin que pueda frenarla, y las palabras se aproximan a mis labios corriendo, deseosas porque las deje escapar al fin. Pero quedan atoradas en mi garganta.

Desearía tanto poder tocarte, aunque sea una vez.

—Vamos, sé que quieres visitarla. —Me sorprende la facilidad con la que ella puede leerme. La sigo con una sonrisa melancólica.

Su cabello ondulado que se vuela con el viento, su sonrisa llena de vida, sus mejillas sonrosadas por el frío y sus pies saltando de emoción mientras avanza hacia el cementerio donde está mi tumba me recuerdan una cosa. Ella está viva, y yo no.

Con los pies pesados como el plomo llego hasta la lápida que tiene grabado mi nombre.

Hank Hawthorne. Nacido el 3 de enero de 1833 y fallecido 5 de octubre de 1857, un gran hijo y hermano.

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