Por último, me giro y clavo mis ojos en los de Hank. Con la cabeza le hago una seña hacia el armario pequeño donde dejé sus prendas viejas y polvorientas. Él me observa confundido.

—Encontré un sitio web donde explica cómo realizar un ritual para cambiarte de ropa. Según decía allí, esto se considera magia negra y dudo que la iglesia lo apruebe, además de que por poco y me meto al lado oscuro de internet. Así que nop, no haremos cosas buenas hoy. Pero es lo que hay, así que elige algunas prendas y veremos si funciona.

—¿Puedo elegir más de una?

—Oh, por supuesto, aunque ten en cuenta que las quemaremos así que si fuera tú elegiría con cuidado. —Me observa horrorizado y le echa una mirada lastimosa a su ropa caras. Luego, me pide ayuda para separar algunas cuantas.

—¿Estás segura de que esto no es peligroso? No quiero meterte en problemas, Abbie. —Su tono de preocupación me hace tragar saliva, pues yo también tengo un poco de miedo.

—No, pero quiero hacerlo. Además, tengo esta piedra. —Se la muestro—. Confío en que nos protegerá.

Aun no muy convencido, lo obligo a seguirme hasta el lago. Allí, el sol ya casi ha desaparecido y la temperatura disminuyó. La luna ya se vislumbra sobre el cielo repleto de estrellas. A diferencia de los suburbios y las grandes ciudades, en este pueblo tan remoto y alejado de la contaminación, el cielo se encuentra en su mayor esplendor, como si fuera un dibujo de puntillismo en un lienzo azul.

La naturaleza nos rodea totalmente, los árboles intentan mantener sus ramas quietas, luchando contra la constante fuerza del viento que no se los permite. Se oyen leves cantos de grillos, lo suficientemente lejanos como para no tenerme paranoica, y los arbustos y plantas secas envuelven al lugar con una burbuja tétrica y aterradora.

El mantel que coloco en el suelo y las velas a un costado no ayudan demasiado. Aun así, estiro la tela que se extiende abarcando una gran porción de tierra, y coloco cuatro piedras, una en cada punta del mantel. En el centro poso el cuenco de madera con las hierbas dentro, y comienzo a triturarlas hasta dejarlas hecha polvo. Vuelvo a colocar el cuenco en el medio del mantel y me levanto sosteniendo la bolsa de sal entre mis manos. Con los dientes rompo la punta de la bolsa, solo dejando un agujero pequeño por donde pueda salir una poca y moderada cantidad, y comienzo a dejarla caer sobre el suelo, dibujando un círculo alrededor del mantel.

Hank me observa con atención desde un lugar apartado, a unos metros del círculo. Le he advertido que por nada del mundo debe acercarse mientras lleve a cabo el ritual, y justo ahora me obedece con el ceño fruncido, lleno de confusión.

—¿Practicas brujería seguido? Parece que sabes lo que haces. —Me siento en el centro del mantel otra vez, y evito pensar demasiado en su pregunta.

Pensar siempre atrae malos recuerdos.

—No, pero sé algunas cosas básicas. —No me reparo a confirmar si se ha tragado mi mentira, y coloco sus prendas bien dobladas a mi lado. Acaricio la piedra que me cuelga del cuello y cierro los ojos. Respiro profundamente y me concentro en los sonidos de la naturaleza mientras cedo ante la relajación. Poco a poco, permito que la piedra me transfiera un poco de su energía, y justo antes de que las cosas se descarrilen, la suelto con brusquedad y tomo el cuchillo que cogí de la cocina y me corto la palma de la mano. La sangre gotea dentro del cuenco y siento la energía que la piedra me transfirió irse con ella.

—¡¿Qué estás haciendo?! —Ignoro su tono alterado y mantengo mi debida serenidad para no arruinar el proceso.

—Debes dar algo a cambio para conseguir lo que quieres, cariño. De eso se trata la vida. —Mezclo mi sangre carmesí con el polvo de las hierbas, hasta dejar un menjunje amarronado y con aroma asqueroso—. Y esto no es una excepción.

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