Capítulo extra

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Siempre me había considerado buena persona

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Siempre me había considerado buena persona. Me gustaba asistir a la iglesia, ayudaba a quien lo necesitaba, y hacía mis tareas en la granja de la familia de manera regular; ayudaba a mi padre con la siembra, y ponía puntualmente los platos en la mesa una vez que la abuela terminaba de preparar la cena. Entonces, jamás comprendí la razón del por qué, siendo una buena persona, siempre me ocurrían cosas malas.

Las criaturas de la noche nunca habían sido un problema para mí. Eran un jodido fastidio, eso sí, aunque jamás habían irrumpido en mi vida de manera abrupta para causar desgracias. Habíamos escuchado en infinitas ocasiones sobre algún conocido que se había visto afectado por estas bestias miserables, pero, si alguna vez alguien me preguntase a cuantos de los míos se habían llevado, la respuesta era sencilla: ninguno. Y es que en nuestro diminuto hogar solo había lugar para un maldito demonio. Y ese, precisamente, era yo.

Había asesinado a mi madre. O eso es lo que mi padre solía decir. La verdad es que había muerto en el momento de mi nacimiento por alguna complicación en el parto. No había sido mi culpa llegar a este mundo en las condiciones en que lo había hecho. Sin embargo, mi padre no pensaba lo mismo.

Para él, yo era el causante de todos sus males.

Por años había creído que me odiaba por arrebatarle al amor de su vida. Incluso yo mismo llegué a odiarme por eso. Luego el tiempo se encargó de mostrarme que no era así, y que el del problema era mi padre. Uno pensaría que un hombre que acababa de perder a su mujer tomaría a su pequeño hijo entre sus brazos y lo amaría incondicionalmente, como el último regalo que esta haya podido darle en sus últimos momentos. En cambio, me había rechazado. El hombre honrado y trabajador que había sido, según me habían contado, se convirtió en un ebrio abusivo que molía a golpes a su único hijo después de ingerir un par de tragos demás.

Mi abuela hacía que el vivir bajo el desprecio de mi padre valiera la pena; me preparaba una tarta de manzana después de una golpiza y me contaba historias sobre mi madre, y de lo mucho que ella me habría amado. Tal vez trataba de compensar todo el sufrimiento que mi padre me había causado. En esos momentos me sentía realmente afortunado, pero la vida me la arrebató incluso a ella. Murió de un ataque al corazón una tormentosa noche de primavera, dejándome solo con mi padre.

Los años que siguieron fueron una pesadilla. Todas las noches me iba a la cama deseando que un hombre lobo entrase a nuestra casa y lo descuartizara mientras dormía en el sillón de la estancia, ebrio hasta la médula. Pedí perdón a Dios por aquellos pensamientos un millón de veces y le supliqué por que se detuviera. Que simplemente parara.

Un día, estaba recogiendo algo de leña para calentar el hogar. Había nevado durante toda la noche y mis pies, dentro de mis usualmente cálidas botas, estaban helados. Nunca en mis diez años de vida había presenciado un invierno tan atroz. Y mientras volvía a casa, con mis brazos rebosantes de leños listos para avivar el fuego de nuestro hogar, escuché el ruido del cristal haciéndose añicos, seguido de un alarido que no podía pertenecer a nadie más que a mi padre.

De Piel y HuesosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora