Capítulo 5

1.6K 211 141
                                    

Camino por los pasillos de la mansión buscando algún sonido, olor o movimiento que no haya notado antes, pero todo parece estar exactamente igual, sin ningún tipo de cambios. Incluso el olor de las flores me parece ahora demasiado abrumador, y los corredores están tan desolados que si no supiera qué personas realmente viven aquí, juraría que la mansión está abandonada. ¿Cómo se mantenía en pie un lugar de semejante tamaño cuando casi no había personas que la atendieran? Todo parece tan limpio y reluciente, pero no he conseguido vislumbrar sirvientes más allá de Colette y Didier. Y aun así, siento algo de aprensión...

Giselle no parece darse cuenta, o sencillamente no les presta atención. Para ella resulta algo ordinario, del día a día. Es fácil saber que está acostumbrada a este tipo de vida.

En el camino me explica que el conde Jean Paul jamás los acompañaba a comer, salvo en ocasiones especiales y días festivos, y ya que esta noche contarán con mi presencia como invitada, es posible que decida acompañarnos. Eso, seguro, si es que aparece. Yo cojo una pequeña respiración cuando nos detenemos ante las puertas del comedor y me aseguro de que todos mis cuchillos estén en su respectivo lugar antes de entrar.

Aquí voy, pienso.

La decepción me apuñala el pecho cuando cruzamos las puertas, pues el gran comedor está vacío en su totalidad salvo por Jerome, quien ocupa su lugar en la enorme mesa rectangular, completamente ajeno a nuestra entrada. Aguzo mis oídos en busca de otra presencia, pero no encuentro nada.

—¿No ha llegado el conde todavía? —pregunta Giselle, haciendo que su hermano de un salto en su asiento.

Jerome la mira, luego a mí, y su rostro pasa del aburrimiento a la estupefacción. No dura mucho, parpadea y se ha ido, pero aun así no consigue quitarme los ojos de encima cuando se levanta de su asiento y se acerca para recibirnos. Una pequeña y monstruosa parte de mí siente placer de tener poder sobre alguien más.

—Me temo que no, hermanita —responde, pero estoy segura de que no lo lamenta en lo absoluto. Luego me sonríe, tomando mi mano entre las suyas para llevársela a los labios. Un acto puro de galantería que estoy segura de que le funciona bien con las mujeres-. Sin embargo, ustedes han llegado en el momento indicado.

Giselle parece a punto de dar saltitos de la emoción y yo tengo que obligarme a parecer enamorada, justo como me permití serlo minutos atrás.

—¿Qué tal sí comenzamos? —propone él—. Estoy hambriento.

Su hermana no parece feliz de comenzar la cena sin su padrino, pero Jerome la convence de que de igual forma no habría manera de saber si llegaría en cinco minutos o en cinco días, por lo que la joven se desploma en su asiento resignada, justo cuando Didier aparece por la puerta lateral, acompañado por otra muchacha. Tiene un vestido gris muy parecido al de Colette, pero mucho más simple, sin collar ni mangas de encaje, y al igual que su superior, tiene un rostro demacrado y pálido, a pesar de que no parece ser mucho mayor que Giselle.

La chica se ocupa de destapar las charolas, revelando un banquete estrafalario para tan solo tres personas, o dos... Incluso me deslumbro con lo delicioso que luce, pero no siento nada de hambre. Ni siquiera al mirar los vivos colores de la ratatouille humeante, ni la blandura del filete. Sin embargo, cuando este es cortado, y la carne roja asoma, ahí sí que se me hace agua la boca. No es suficiente para calmar la sed que tengo, no es nada, pero es lo más cercano que puedo llegar a conseguir sin causar estragos. Sin revelar lo que soy. Engullo mi filete en cuestión de segundos y tengo que obligarme a probar el quiche de espinacas cuando Jerome mira hacia mí con curiosidad.

Giselle no para de parlotear, poniendo a su hermano al tanto de los últimos chismes del pueblo. Yo, por mi parte, no paro de arrojar miradas hacia la puerta de entrada, con la esperanza de que el conde haga su aparición.

De Piel y HuesosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora