Capítulo 24

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Estiro el brazo y tiro de la cobija para cubrirme el rostro cuando la luz del sol me da de lleno en los ojos. En momentos como este, agradezco poseer la bendición de una bruja, o de lo contrario habría quedado temporalmente ciega. Giro sobre el costado y vuelvo a acurrucarme junto a Thomas, quien duerme plácidamente del otro lado de la cama. Yo también estaría sumida en un sueño profundo de no ser porque había pasado los últimos cinco días en lo que me había parecido entonces una especie de coma, y después de la noche anterior, tratar de conciliar sueño se me antojó imposible.

Una sonrisa se forma en mis labios sin poder evitarlo y me apoyo sobre mi codo para observar a Thomas dormir, con mi sonrisa ridícula plasmada en el rostro. Él parece sonreír, también, en medio de su inconsciencia. Sé que no puede soñar, ningún vampiro puede hacerlo, puesto que los sueños son planos no terrenales donde las almas andan libremente mientras sus cuerpos descansan. Sin alma, no hay sueños... Pero hace mucho que aquello dejó de importarme a sabiendas de que, si pudiera soñar, tan solo tendría pesadillas, por lo que es algo que no me molesta de mi inmortalidad. Me pregunto, en cambio, si Thomas pensará lo mismo que yo.

Tiene la cabeza ladeada, hundida contra la almohada, mientras que su brazo izquierdo está extendido bajo la mía, con el que me envolvió el cuerpo una vez estuvo demasiado agotado para continuar con nuestra faena. Aquello me provoca una segunda sonrisa y comienzo a trazar perezosos círculos sobre la piel de su pecho, recordando cada beso, caricia y suspiro que me dedicó horas antes. Recordarlo se siente como revivir cada momento y mi cabeza se nubla con ideas que poco tienen que ver con las perversiones de mi bestia interna.

Me dejo caer a su lado una vez más, usando su hombro de almohada. Reacomodo las cobijas sobre mi cuerpo desnudo y cierro los ojos. Y por primera vez en mucho tiempo, siento una paz infinita.

Aquello no dura mucho, desde luego, pues una presencia silenciosa hace detonar mis alarmas. Abro los ojos y miró sobre mi hombro, en dirección a las puertas del balcón entreabiertas. No encuentro nada. Sin embargo, sí que siento algo.

De mala gana, me pongo de pie. Tomo la camisa de Thomas del suelo y me la paso por encima de la cabeza; es tan grande que me sirve de camisola. Y una vez que he cubierto mi desnudez, me muevo por la habitación, sin perder de vista las puertas del balcón. Rebusco en la cómoda junto a la cama, donde encuentro un pequeño abrecartas. Quizá no sea tan letal como una daga de plata esterlina, pero es igual de punzante. Compruebo que Thomas siga durmiendo antes de encaminarme hacia el balcón, sosteniendo mi mísera arma en la mano. Aparto la cortina un milímetro para espiar a través de ella y mis músculos se tensan.

En efecto, hay alguien allí afuera.

No lo pienso cuando me arrojo hacia adelante con el brazo alzado, listo para atacar, y Juliette da un ligero salto cuando me ve. Yo también me sorprendo de encontrarla ahí. A ella.

—Vaya que te tardaste —se queja. Mira por encima de mi hombro y sonríe pícaramente—. ¿Noche ocupada?

—Juliette... ¿Qué haces aquí? ­—Bajo el brazo, desconcertada—. ¿Cómo me encontraste?

Ella resopla.

—Thomas cree que soy estúpida —dice­ con disgusto—. Pero lo he seguido hasta este cuchitril en una ocasión, aunque haya pensado que consiguió despistarme.

—¿Dorian lo sabe? ¿Sabe que has venido?

Ella sonríe y siento que mi cuerpo se adormece.

—¿Quién crees que me ha enviado? —Mi rostro debe expresar el pánico que azota mi cuerpo, pues enseguida añade—: No le dije a donde iría, si a eso te refieres. Más bien, le dije que creía saber dónde encontrarte... Y me ha dejado venir con un mensaje.

De Piel y HuesosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora