—Austin Thompson es una oportunidad grande para hacer negocios con tu padre, así que espero que te comportes de ahora en adelante, no podemos dejarlo ir. Vendrá seguido, así que practica tus modales y coopera con el doctor, por favor. —Volteo para observarla con un brillo de intriga en la mirada, se me ha prendido el foco, y siento bailar por el aire un boceto de idea que sabe exquisitamente tentadora.

—¿Cuándo vendrá? —pregunto, dejando a mi madre confundida por mi repentina curiosidad.

—El martes por la mañana. ¿Por qué pregunt...? —No la escucho terminar. Mi cabeza ya ha ideado un buen plan, uno tan grande y perfecto que me genera un cosquilleo en el estómago. La adrenalina al sentir el aroma de un interesante jueguito sangriento comenzar me provoca una sonrisa que asusta a mi madre. Ella sabe que algo nada bueno está pasando por mi cabeza, pero yo solo puedo mantener en mi mente la imagen de esa bonita castaña entre mis garras.

Espera por mí, Abbie. Voy por ti, cariño.


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Observo el techo de mi habitación, concentrada en los mensajes que he escrito con tinta invisible sobre él. Solo yo con mi lámpara de luz ultravioleta soy capaz de leerlos. Guardar secretos siempre es emocionante, hacer cosas que no deberías o hacerlas a escondidas es una dosis de adrenalina que me encanta recibir.

Me acerco a la mesa de luz a mi lado y tiro de la pequeña cuerda que cuelga de mi velador para encender la tenue luz amarillenta, que ilumina apenas un círculo rodeando el mueble. Abro el cajón que forma parte de la mesa de luz, con un delicado pomo tallado en forma de flor. Le perteneció a mis antepasados, como la casa, y como esta habitación.

Del cajón saco un cuaderno con tapa de cuero viejo y gastado, de color amarronado y con manchas grisáceas de polvo. Tiene un bonito lomo de oro con detalles de un artesano del siglo XIX. Las páginas amarillentas sueltan pequeñas cantidades de polvillo cuando las muevo o sacudo para leer, aunque no es nada comparado a cómo me lo encontré, al fondo de este cajón en un compartimiento secreto, cubierto por una capa gris de polvo y mugre.

Lo encontré a los once años y ha sido mi mayor tesoro desde entonces, ya que no se trata de cualquier cuaderno, sino de un diario. Y lo más sorprendente es que me pertenece a mí. O, bueno, a mi yo de muchos años atrás.

Memorias de Carmel.

No tocar o serás ejecutado.

Solté una risilla cuando leí aquello por primera vez, y supe al instante que esta Carmel se parecía mucho a mí.

Releo la primera página, llenándome del aroma de unos viejos recuerdos que no me pertenecen, pero que de igual forma vienen a mí.

¡Carmel, Carmel! ¡Ven a jugar con nosotros! —gritaban los pequeños niños atolondrados, sumidos en el éxtasis que generaba jugar en el bosque sin ningún adulto vigilándolos.

Los siete miraban con emoción a la pequeña pelinegra que los observaba desde un rincón, recostada contra un árbol. La mitad de ellos eran hijos de amigos de sus padres, por lo tanto, mocosos ricachones, y la otra mitad eran sucios hijos de pueblerinos, con ropa de pobre y falta de un buen baño.

La madre de Carmel le había dicho que no se juntara con gente pobre, porque tenían piojos y la podían contagiar. Claro que a Carmel le importó un comino lo que dijo su madre, como siempre, y siguió juntándose con ellos solo para analizarlos desde un rincón. Ella amaba hacer eso, analizar a las personas, leerlas como si fueran un libro, buscar sus debilidades y sus más oscuros secretos y usarlos a su favor. Manipularlos como su madre hacía con su padre para conseguir lo que quería.

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