—No importa que suceda, no hagas ruido. —Y cierra la puerta antes de que pueda volver a retenerla.

La oscuridad me devora y mi cuerpo tiembla. Cojo una trémula respiración y me tomo de las manos sudorosas, resistiendo el impulso de secarlas sobre mi vestido azul; el único que pude conservar. Desde donde estoy, puedo escuchar los suaves pasos de Lucille recorriendo nuestro pequeño hogar. Se mueve de un lado a otro, y de regreso. El sonido de sus pisadas y las paredes de madera casi amortiguan los esporádicos gritos despavoridos del exterior. Silenciosamente, rezo, tal y como nuestra madre nos había enseñado a hacer.

Pronto acabará, repito en mi cabeza. Todo volverá a la normalidad y esta terrible noche será solo un amargo recuerdo.

No sé cuánto tiempo ha pasado, hasta que me doy cuenta de que no he vuelto a escuchar los pasos de Lucille. Mi corazón parece latir con menor fuerza y la casa misma parece contener el aliento mientras aguzo mis oídos. Estiro el cuello sobre mi refugio de mantas con olor a flores para encontrar que la luz de las velas que se filtraba por debajo de la puerta se ha extinguido, reemplazada por la suave luz de la luna. Me remuevo en mi lugar, debatiéndome si sería prudente llamarle cuando, de pronto, algo impacta con tanta fuerza contra la pared que me hace soltar un grito ahogado.

Me cubro la boca, esperando que mi jadeo no haya conseguido salir del armario. Sin embargo, hay tanto silencio que parece imposible. Mi corazón late a un ritmo pausado, esperando. La puerta se abre de golpe y la silueta de un hombre eclipsa la escasa luz de luna que se filtra por las ventanas de nuestro salón.

—Aquí estás —sisea.

Me inunda el pánico y me ahogo con él, retrocediendo en el armario como si existiera un pasaje secreto detrás de la tabla de madera a mi espalda. El hombre tiene ojos que parecen brillar en la penumbra. Ojos que brillan como la luz de la luna. Y sus caninos son de un tamaño imposible, antinatural.

Grito. No sé qué otra cosa hacer.

El hombre que no es hombre da un paso al frente y se detiene abruptamente. Mira la línea de sal que nos separa y ruge, tal y como he visto a los gatos hacerlo. No tiene oportunidad de borrar la línea cuando hay un sonido de explosión y algo impacta en su costado, derribándolo. Entonces Lucille aparece en mi campo de visión, despeinada y con su enorme arma entre las manos.

—¡Vamos! —ordena. Me toma por el brazo y tira de mí fuera del armario—. ¡Corre, corre, corre!

Levanto la falda de mi vestido para ir más deprisa. La puerta de la casa está abierta. No soy capaz de quitar mis ojos de ella, con el temor de que pueda desaparecer de algún modo. En un momento estamos corriendo hacia la salida, y al siguiente estamos las dos en el suelo. Hay un segundo disparo, tan cerca que me ensordece. Siento un silbido en los oídos. Me giro a tiempo para ver al hombre que no es hombre apartando el arma de las manos de mi hermana con un rápido movimiento para luego tirar de su pelo oscuro hacia atrás, justo antes de clavarle sus enormes colmillos en el cuello.

La audición vuelve a mí acompañada del grito de mi hermana. Me descubro gritando también. Y luego todo pasa demasiado rápido para procesarlo. Algo se estrella contra el rostro del hombre, salpicando de escarlata el tapiz de nuestro recibidor. El cuerpo de mi hermana se desploma en el suelo y me encuentro corriendo hacia ella. Hay sangre manchando su bonito vestido de noche. Ella me toma de las manos y me obliga a mirarla a la cara; a ignorar la sangre que le sale del cuello a borbotones.

—Elaine —lucha por decir—, prométeme que lucharás. Prométeme que serás fuerte.

—¡No, Lucille...! No puedo hacer esto sin ti. No soy valiente...

Ella me mira. Hay lágrimas en sus ojos.

—Lo serás. Solo no dejes de luchar. Prométeme que lo harás.

—Lo haré... Lo prometo.

Su rostro se ilumina con una leve sonrisa, y luego nada.

La sacudo. Digo palabras que no soy capaz de escuchar, y luego hay alguien tirando de mí hacia arriba, apartándome del cuerpo sin vida de mi hermana. Hay fuego; no sé de donde proviene. Miro a mi nuevo captor y le suplico con las lágrimas nublando mi visión.

Es un ángel vestido de terciopelo negro.

Es hermoso.

Él me envuelve en sus brazos y me sujeta. Me arrastra lejos de ese lugar, dejando el cuerpo del hombre que no es un hombre destrozado sobre nuestra alfombra, junto al delicado cuerpo de mi hermosa y valiente hermana, justo antes de que nuestro pequeño y humilde hogar arda como una hoguera.

Las criaturas de la noche muerden para matar o para condenar.

Todos lo decían. Y lo dijeron todos los días en los años que siguieron.

Lo que no dijeron fue que, de algún modo, todos estamos condenados.

Lo que no dijeron fue que, de algún modo, todos estamos condenados

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De Piel y HuesosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora