Estamos en el auto viejo y medio roto de Austin manejando hace un día y medio por carreteras de tierra desoladas. Hemos pasado por más de tres pueblos, en los cuales muchos se han apiadado de la cara de muerto viviente de mi hermano por tantas horas al volante y nos han regalado un poco de comida. Tuvimos que hacer nuestras necesidades en estaciones de servicio e higienizarnos en moteles de mala pinta y llorar a escondidas del otro cuando veíamos nuestro equipaje amontonado en el baúl. La mitad de nuestras cosas se habían ido a la subasta o pasaron a ser regalos para amigos. Entre ellas, muchísimos recuerdos se nos escaparon de las manos.

Decidimos partir —o más bien Austin lo hizo, ya que me trajo al auto a rastras— cuando me gradué de la escuela. No tuve tiempo para elegir una universidad, con todo lo que tuvimos que atravesar, ni mi hermano ni yo pudimos concentrarnos en nuestras responsabilidades. Fue como salir por un tiempo de nuestra burbuja de vida para enfocarnos en nuestros mayores problemas, aquellos que yo he ocasionado y aquellos que nos han llevado a estar aquí y ahora, viajando a un pueblo remoto en medio de una tormenta.

Poco a poco, no sé si por lo relajantes que se veían las gotas cayendo por el vidrio o por lo cansada que me encontraba de viajar, mis ojos se fueron cerrando lentamente, dejándome escuchar el lejano susurro de mi hermano entre los mares del sueño

—Esto no es tu culpa, pequeña...


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Mi cuerpo se sacude y me quejo.

Déjenme dormir, maldita sea.

Otra sacudida hace que abra un ojo dispuesta a mandar todo a la mierda, pero la luz del sol hace que lo cierre de nuevo mientras suelto una maldición. Me levanto de la incómoda postura en la que me encontraba, sintiendo el dolor en mi espalda por estar enroscada tanto tiempo. Me estiro dentro del coche y analizo el panorama a través de las ventanas transparentes.

La vista de un bonito pueblo moviéndose a nuestro alrededor me recibe mientras nos adentramos por sus calles. La fachada del lugar me recuerda a la antigüedad, con las calles de roca, los puestos con los pueblerinos saludando a sus clientes como si los conocieran de toda la vida, las personas vistiendo faldas largas y algunos hombres usando pantalones de la época de mi tátara abuela. Todo esto me confirma mi más temido pensamiento:

Me encuentro en un pueblo atrapado en el tiempo.

Apuesto cinco lingotes de oro que no tengo a que la gran mayoría son homófobos. ¿Qué cinco? Apuesto quince.

Austin conduce con una sonrisa a mi lado, tiene el cabello revuelto y unas ojeras que lo hacen parecer muerto.

Mi estómago ruge tan fuerte que su sonido se escucha por todo el auto, Austin me regala una mirada burlona.

—Falta poco para llegar. ¿Quieres parar en algún lugar para comer algo? —Asiento con entusiasmo, tengo tanta hambre que podría comerme cinco hamburguesas triples yo solita. Austin aparca luego de unos cinco minutos en los que recorremos el pueblucho buscando un lugar para saciar nuestra hambre feroz, hasta que damos con un bar rústico en una esquina, con grupos de personas entrando y saliendo como si fuera su casa.

Mi hermano y yo nos bajamos del auto capturando bastantes miradas de los pueblerinos, sobre todo mi hermano, que como siempre, va mojando bragas por el camino. Entramos al bar y un agradable calor junto al olor a cerveza y pan recién horneado nos recibe abrazándonos como una manta.

Apenas ponemos un pie en el suelo de madera del local, un mar de ojos se clava sobre nosotros. El pequeño bar cuenta con paredes de piedra, suelo de madera viejo que rechina con cada pisada, candelabros con telarañas sobre nuestras cabezas y muchas mesas redondas con banquitos esparcidos desordenadamente por el lugar. Las camareras pasan sosteniendo, en su mayoría, jarros de cerveza por alrededor de las mesas y vuelven a la larga barra frente a la entrada.

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