Capítulo 20.- La dura realidad

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Reconozco su cicatriz. Trato de decírselo, pero siento la mandíbula muy pesada y no consigo moverla. En realidad, todo parece pesarme horrores. Es un milagro que tenga los ojos abiertos y pueda mirar alrededor. El cerebro también me pesa, si eso tiene sentido, pero reconozco su cicatriz.

Sus manos se acercan a mi cara y tengo la sensación de que va a estrangularme. Sin embargo, sus manos ahuecan mi almohada y roza mi mejilla antes de colocarme mejor algo que llevo sobre la boca y que produce un sonido silbante.

Otros ruidos llegan entonces: un pitido constante, pasos pegajosos, una voz que susurra algo dulce... Es el dueño de la cicatriz, que va desde su muñeca hasta su codo. Está a la vista gracias a la camiseta de manga corta de color blanco.

―Lo siento, Ada. Lo siento muchísimo ―murmura después.

Y no sé qué siente, pero ya no logro conservar el milagro de tener los ojos abiertos. Los parpados me pesan horrores y se me cierran poco a poco. El mundo se vuelve borroso y acaba por desaparecer.

*

La siguiente vez que me despierto es como si lo hiciera siendo consciente de un millón de cosas que apenas puedo procesar. Ya no llevo la mascarilla de oxígeno, pero sé que la he llevado. También sé que Burnside ha estado aquí. No ha sido un sueño, aún huele a él. Estoy segura de que lo ha hecho aposta. Sabe que reconocería su colonia y quería que supiera que ha estado aquí...

Parpadeo como una idiota. ¿Cómo va a haber estado aquí Jimmy si está en la cárcel? Habrá mandado a alguien a poner su colonia... Quizá no estoy tan despierta como creo.

―Tranquila, Ada ―me pide Fred, sujetándome con delicadeza del brazo para volverme a tumbar en la camilla del hospital donde estoy.

―¿Qué ha pasado? ―pregunto.

El dolor viene de golpe según hablo. La pierna me molesta y el brazo me da pinchazos, pero lo peor sin duda es la cara. La siento como si la hubiera metido en una picadora de carne. Y, a la vez, como si llevara una máscara de Halloween. La piel está inflamada y tirante. Trato de tocarme, pero Fred me lo impide.

―Te han golpeado, Ada ―me dice, con tono duro―. Te dije que no debías meterte en esto, pero no puedes evitar llevar la contraria a todos, ¿no? Solo tú sabes lo que es mejor para ti.

―¿Me han dado una paliza y me estás regañando? ―me quejo.

No lo entiendo. Me suelto de él, me quito la vía y el resto de cables enganchados a mi cuerpo y trato de bajar de la cama. Las piernas no me responden y estoy a punto de caerme. Fred me sujeta antes de que me dé en el suelo y me devuelve a la cama.

―Tengo que ir al baño ―le digo.

Me ayuda sin quejarse. Deja que apoye mis piernas en el suelo y me acostumbro a soportar mi peso. Tengo un moratón en una de ellas, pero no parece grave. También veo una venda en mi brazo. Me rodea desde la mano hasta casi el codo, pero tampoco está escayolado, así que no debe ser serio. Fred no se esfuerza en darme un diagnóstico, por cierto.

Consigo llegar al baño sin su ayuda y mientras la luz parpadea tres veces me miro al espejo sin creerme que la persona que me devuelve la mirada soy yo. La peor parte está en mi pómulo derecho. Recuerdo el anillo y los puñetazos. Tengo la marca de las llamas dos veces, se ve tan claro que no puedo evitar lágrimas de miedo y desesperación, porque de pronto es muy real. El resto está bien, solo algo rojo e hinchado en algunos puntos, supongo que por el accidente de coche.

Recuerdo más cuando me estoy mirando. El motorista dejándome caer en el suelo. Diciéndome que no me meta en sus asuntos. Recogiendo a su amigo del suelo y yéndose juntos. ¿Por qué no me han matado? No quiero que lo hagan, pero es lo lógico. Mataron a Christal por meterse dónde no debía y está claro que yo he tocado la moral a alguien. ¿Por qué no matarme? Solo se me ocurre una cosa: el asesino me quiere viva. Christal era prescindible, yo no.

El fuego no siempre quemaWhere stories live. Discover now