Capítulo 1.- El preso

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Un mechón muy molesto del flequillo no deja de metérseme en el ojo derecho. Por más que trato de apartarlo vuelve una y otra vez al mismo sitio. Acabo soplándolo para alejarlo unos segundos, al menos, mientras firmo el formulario número cuarenta y dos, sin exagerar. He perdido la cuenta de las veces que he estampado mi firma ya.

El agente me pide su bolígrafo de vuelta con cara de haber chupado un limón, y yo se lo dejo en la mano con más fuerza de la que pretendo, antes de volver a apartarme el dichoso mechón.

Que conste que esta mañana yo me he puesto una diadema de tela monísima de color amarillo con lunares blancos, que daba un toque de color a mi traje de pantalón negro y hacía juego con la camisa que llevo, y de la que apenas se ve el cuello y un escote muy recatado. Sin embargo, han considerado que la diadema era un riesgo y me la han quitado junto con el cinturón, el maletín (y con él mis bolígrafos, notas, carpetas y mi iPad) e, incluso, los zapatos de tacón. Ahora llevo una especie de zapatillas de andar por casa de tela horribles, nada que ver con mis Jimmy Choo de mil dólares, por cierto.

De hecho, no puedo evitar una mirada nostálgica a mis zapatos, que están medio tirados sin mucha delicadeza en una bandeja, antes de que otro agente me señale la última puerta. Ya sabía yo que no tenía que venir a esta especie de cita desquiciada, pero me ha podido la curiosidad, que algún día me matará, como al gato.

No es la primera vez que voy a ver a un preso, claro, pero este nivel de seguridad me ha pillado por sorpresa. Sé todo lo que ha hecho ese hombre, porque le he investigado bien antes de aceptar esto, pero me parece excesivo.

James Burnside alza la vista, que hasta un momento antes tenía clavada en sus manos esposadas sobre la mesa, hacia mí. Tengo que reconocer que me quedo sin aire. Estoy acostumbrada a tratar con gente de todo tipo de calaña por mi trabajo, pero él tiene un aire amenazador que no veo muy a menudo, ni siquiera entre ladrones y asesinos. Todo mi cuerpo se tensa cuando su mirada, que tiene un tono miel casi amarillo, me recorre entera.

Me dan ganas de salir corriendo, pero clavo esas zapatillas ridículas en el suelo y estiro mucho la espalda, para que parezca que mido más de un metro cincuenta y cinco, aunque no sea verdad. Luego recorro con la mirada a James Burnside de forma descarada, solo para que vea que no me da miedo hacerlo, o para que crea que no me impone tanto como lo hace.

No hay mucho que ver, en realidad, porque permanece sentado, con un uniforme naranja y las manos esposadas a la mesa. Sus ojos casi amarillos llaman mucho la atención contra su piel pálida. Y el pelo negro, sucio y enredado, le cae hasta los hombros sin ninguna gracia. Tiene alguna marca en la cara, como si hubiera llevado pendientes en labios, nariz y ceja, pero, obviamente, se los han quitado. Además, tiene varias cicatrices a la vista. La más grave por encima de su muñeca, y esta se pierde debajo del uniforme que lleva remangado.

―Si necesita algo, grite ―me dice el agente que le vigila, antes de salir de la sala.

Procuro no suspirar, recordándome lo mala idea que es esto, mientras voy hasta la silla que está al otro lado de la mesa, frente al preso. Están atornilladas al suelo, así que, aunque me hubiera gustado poder sentarme más lejos de él, no puedo hacerlo. De todas formas, no voy a quedarme de pie, no quiero que note lo tensa que estoy. Me aparto el pelo de la cara una vez más y espero que hable.

Burnside se recuesta en su silla todo lo que sus esposas se lo permiten y me parece que casi sonríe. Me alegro mucho de que él pueda estar tan relajado, a ver si sigue así cuando le condenen a muerte, que es lo que le va a pasar en un par de semanas, aproximadamente, cuando salga su juicio.

―Espero que sea consciente de que todo el tiempo que pasemos en silencio, también lo cobro, señor Burnside ―le digo.

Esta vez sonríe de medio lado y a mí se me seca un poco la garganta, en gran parte por el mal cuerpo que toda esta situación me está provocando, pero hay algo en él que me pone nerviosa de otra forma. Quizá sea la falta de sueño, me he pasado toda la noche revisando su expediente, y eso no ha sido precisamente un trabajo ligero. James Burnside ha cometido una infinidad de crímenes.

El fuego no siempre quemaWhere stories live. Discover now