Capítulo 12.- La existencia de Marian

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Si tengo que ser sincera, no suelo llevar casos relacionados con asesinatos y me tiene perdida el tema. Quizá no sea esa la palabra. Estoy confusa y fuera de lugar. No es lo mismo defender a un empresario caradura o a un rico que ha atropellado a alguien por ir borracho, que meterme de lleno en el caso de un asesino en serie.

Sin embargo, lo he sobrellevado más o menos bien (sí, pese a la ansiedad y las ganas de huir que tengo todo el rato) hasta que he entrado al piso de Marian. Ver sus cosas, sus cosas reales, me deja sin aliento. Una cosa es ver fotos de sus cuerpos sin vida, escenas de crímenes o fotos anteriores que podrían ser cualquiera. En su dormitorio está su vida.

Una vida que alguien extinguió con crueldad, con premeditación, con una tortura cruel y, encima, prematuramente. Marian Lopez solo tenía veintinueve años cuando murió. No, cuando murió no, cuando la violaron, torturaron y asesinaron. Y ver sus cosas, que siguen intactas, es como un puñetazo en el centro del estómago.

Sus compañeras de piso son hispanas, como Marian y no solo no han vuelto a entrar a la habitación desde que Christal desapareció (por lo que me han dicho vivió aquí hasta entonces, aunque desaparecía a menudo y estaba días sin venir por aquí), es que además han montado una especie de altar con velas en la puerta. Así que cuando cruzo el marco con cuidado de no patear ninguna vela, me encuentro la habitación tal cual Christal la dejó. Y me apuesto lo que sea a que ella conservó con dedicación todo lo de Marian.

El amor entre ellas me queda claro en cuanto entro. La cama de matrimonio está pegada a la pared, porque la habitación es mucho más pequeña que la Christal en el club de su hermano. Hay una cómoda a un lado con los cajones abiertos y ropa colgando por fuera y sobre esta hay un gran espejo cubierto, casi hasta el último milímetro, con fotos de Marian y Christal. Están todas mezcladas, de ambas familias, de la banda de Christal, de los que deduzco que es su familia de acogida, sus amigos y, sobre todo, hay fotos de ellas dos. No han viajado mucho, a juzgar por los escenarios, pero parece que han visitado juntas cada rincón de la ciudad.

Parpadeo y las lágrimas gotean por mis mejillas. Mirar a dos chicas tan jóvenes y llenas de vida y saber lo que las hicieron es horrible. Cojo una de las fotos, que está pegada como el resto con celofán al espejo y la miro más de cerca. Christal se parecía a su hermano, con el pelo negro y revuelto, la piel clara y los ojos de brillante color miel. Marian tiene rasgos hispanos, la piel oscura, ojos negros y una sonrisa llena de vida.

En esa foto en concreto están delante del local de billares El Número Ocho. Es un selfi, Christal tiene el brazo extendido y pone morritos. Tras ella, junto a la puerta del local, hay un chico joven con la vista clavada en ellas. Ni me habría fijado en él de no ser porque tiene los brazos cruzados sobre el pecho y eso eleva su camiseta lo suficiente para dejar ver un arma, o el brillo de esta bajo el sol. Y parece estar mirando hacia las chicas.

Quizá no tiene nada que ver, pero tiro de la silla del pequeño escritorio que hay en un rincón y subo para ver mejor las fotos. Las observo todas, una a una, y veo a ese hombre en un par más. Las descuelgo todas. Las seguía, o lo parecía. Luego veo una foto de James y estoy a punto de caerme de la silla.

Es un crío, pero reconocería esos ojos en cualquier lado. Su sonrisa de oreja a oreja no pega para nada en el delincuente que conozco, porque parece feliz. Christal le miraba desde al lado, con los carrillos inflados, como si estuviera enfadada con él. Parece un poco más pequeña que él. La cojo también y miro por detrás, como he hecho con las demás. Para mi sorpresa está escrita, a diferencia de las otras.

«James me dijo que era una tontería que fuese abogada, llevaba razón».

Cierro los ojos un momento y me lamento por ella. Quizá ya quería ayudar desde tan pequeña. No estoy muy segura de si soy creyente, supongo que esta certeza, en sí misma, ya es una creencia, así que miro al cielo y me disculpo con ella en silencio. Le prometo que encontraré a su asesino y haré que pague. Con las leyes, como esa pequeña niña de ocho años habría querido, seguro.

El fuego no siempre quemaWhere stories live. Discover now