Capítulo 5.- La coartada

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Al volver a mi oficina, me quedo un rato en el aparcamiento subterráneo, en mi plaza reservada, que es la tercera más cercana al ascensor, solo detrás de la de Robinson y la de Wallace. Me paso un rato transcribiendo la conversación con Haggard, tenerlo escrito me ayuda a verlo con más claridad y lo he grabado todo en mi iPad, como siempre.

Cuando estoy satisfecha con el resultado, vuelvo a poner la grabadora, recojo mi bolso y voy a ver a Robinson. Sé que me dirá lo que quiero saber. No puedo ir a ver a Hawk porque apenas lo conozco. Le he visto con Fred alguna vez, pero me parece bastante difícil que el capitán de la policía vaya a contarme que estaba haciendo apuestas ilegales. Porque me ha quedado claro que lo que hacían Haggard y Burnside no es legal. Por eso lo grabó. Supongo que cuando delinques con peces gordos, conviene tener pruebas.

Ya son más de las siete, pero sé que Robinson seguirá en la oficina, es el último en irse, siempre. Algunos tratan de seguirle el ritmo, le gusta ver como el resto de abogados del bufete dudan si irse o no hasta que él lo hace. Al final todos acaban rindiéndose antes que él.

Paso primero por mi propio despacho e imprimo la imagen de la partida de póquer y la transcripción de la conversación. Mientras los papeles salen, me dedico a reunir todas las carpetas dispersas por mi mesa sobre el caso Burnside en un montón, que dejo apiladas en una esquina para cogerlas luego y hago otra montaña con el caso Bianchi. Cuando los nuevos papeles están listos, cojo la fotografía y la última pila de papeles que he acumulado y voy al despacho de mi jefe. Como imaginaba, está allí, alumbrado por la luz del escritorio, con su propia pila de papeles delante.

―Señor Robinson, ¿tiene un momento? ―Pese a mi pregunta, no espero respuesta. Entro y voy hasta su mesa.

Robert deja de revisar los papeles, que supongo que son casos del resto de abogados, porque, que yo sepa, no tiene nada empezado ahora. Dejo el iPad sobre la mesa y le paso los papeles del caso Bianchi. Suspira, y sé que entiende la situación sin más explicación.

―Vas a coger el caso Burnside ―me dice, pero acepta los papeles―. Llamaré a Sullivan para que se haga cargo del caso Bianchi.

Asiento conforme. Sullivan Robinson es su sobrino. Nos conocemos desde la universidad, es un gran amigo y competidor. Si él se encarga del caso me quedo más tranquila. No trabaja en nuestro bufete, pero a veces nos echa una mano con algunos casos complicados.

―Gracias. ¿Puedo hacerle unas preguntas, señor Robinson?

Suspira de nuevo, deja los papeles a un lado y se recuesta en su carísima silla de escritorio. Sé que esto no le hace gracia, pero ha sido él, en parte, quién me ha empujado a investigar más. Quizá Fred ha sido el detonante final, pero el señor Robinson ya me puso la mosca detrás de la oreja.

―Dime, Ada.

―El veintiocho de octubre apareció muerta Kira Petrova, el forense dató su muerte a las once de esa misma noche. ¿Dónde estaba usted a esa hora, señor Robinson?

―Si me preguntas, supongo que ya lo sabes. En una partida de póquer, Ada.

Otro suspiro por su parte. Asiento. Solo quiero hacerlo formal, aunque sea para mí, porque sé que Robinson jamás arriesgará su estatus declarando delante de un juez que estaba en una partida tan comprometida.

―¿Puede decirme quién más había en esa partida, señor Robinson?

―Lloyd Haggard, Matthew Hawk y James Burnside.

Asiento y le acerco la fotografía. Él maldice y me la devuelve enseguida, como si no quisiera verla siquiera. Se pasa las manos por la cara. Creo que de verdad no sabía que había pruebas de esa partida. Supongo que lo de reunirse para timbas ilícitas de póquer lo hacen más a menudo.

El fuego no siempre quemaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora