-extra-

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"Las paredes del orgullo son altas y anchas. No se puede ver al otro lado" – Bob Dylan.

> XI <

Una Serpiente Bajo la Hierba

[...]

Había sido educada en el espionaje, el secretismo y el sigilo, y había pasado su infancia deslizándose entre las ventanas de los hombres poderosos robando dinero y murmullos bajo sus narices. Su dueño se había mostrado complacido ante su habilidad, aunque eso no le había impedido venderla apenas le mostraron una bolsa de oro.

El dinero había cambiado de manos y ella había cambiado las calles de las Tierras Libres por una habitación cerrada en una tierra desconocida. Y si bien su nuevo dueño la hizo bañar, le ofreció tres comidas diarias, un guardarropa nuevo, y clases de decoro, pronto aprendió que ese hombre era tan avaricioso y perverso como el anterior, con la única diferencia de que a este nuevo dueño le gustaba vivir bajo una máscara de rectitud y nobleza. Lo supo apenas la enviaron de vuelta a sus antiguas tareas y ahí también aprendió que sin importar el dinero en la bolsa los secretos seguían siendo iguales.

Y entonces, un día, cuando los últimos destellos de la infancia se difuminaban de su rostro ordinario y se convertía por fin en una doncella en edad casadera, su dueño la llamó una vez más para darle una nueva tarea que en realidad era el mismo trabajo que llevaba haciendo durante años: Entrar a hurtadillas, guardar silencio, alzar las orejas y aprenderse secretos para susurrarlos de vuelta.

—No será igual —le advirtió su señor pues al parecer su estancia sería prolongada. No un simple viaje de un día o una semana, a ella no le importó.

—Estar ahí un día o un año no hace diferencia alguna, señor.

—No seas imbécil y presta atención —y el hombre comenzó a recitar advertencias y amenazas como una anciana aterrada y ella quiso reírse. Reírse de la ingenuidad de ese hombre que vestía con ropa esplendorosa y usaba adornos de oro pero que se creía un hombre de cuidado aun cuando recitaba en voz alta sus miedos más absurdos—. Te enfrentarás a los demonios negros —añadió con una reverencia casi hilarante.

Demonios, pensó más divertida que aterrada. Ella, que conocía el terror de vagar por las calles vacías y el terror de los hombres infames, no tendría miedo de un montón de cuentos. Ella, que aún era una niña cuando había enfrentado asesinos, violadores y esclavistas, no iba a encogerse de terror por rumores absurdos. Ella, que había conocido de primera mano a criaturas miserables, no iba a acobardarse por un puñado de soldados escondidos en una fortaleza impenetrable. Si tan peligrosos eran, ¿por qué no salían a conquistar el mundo? ¿por qué encerrarse en una Ciudad en la que no podían luchar contra nadie?

No. No tenía miedo de ellos, pero eso no se lo dijo a su dueño y tampoco se rio de sus advertencias pues apreciaba la vida que llevaba con comida, una cama, y buena ropa. Él la había llamado una inversión y al parecer había llegado el momento de cobrar porque la alistó de pies a cabeza antes de enviarla con el resto. Fue así, que emprendió el viaje en carruaje con el resto de su grupo, todas doncellas jovencísimas listas para servir. Y ella, que había pasado los últimos años aprendiendo a comportarse, era igual al resto, se movía como ellas, olía como ellas, se inclinaba como ellas, y la única diferencia era que en su interior seguía siendo la mocosa violenta y salvaje que había crecido en las calles polvorientas de una ciudad olvidada. Solo en su interior ella era la espía y la asesina, y el resto era la máscara perfecta que su señor había ido construyendo a lo largo de todos esos años.

Pese a su máscara impenetrable le resultó imposible contener el desprecio frente al grupo de mujeres que empezó a revolverse inquieto en el carruaje compartido. Susurraban absurdos tan disparatados que le costaba no rodar los ojos y resoplar al oírlas.

HanamiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora