capítulo 38

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Capítulo 37
Athenea Jones
Deseo.



El rincón de la aurora se cuela perezoso entre las cortinas, bostezando sobre la cama donde la falta de calor de su cuerpo se hace eco en mi piel. Redgar no está. La cavidad de mi pecho se ensancha y en ella resuena un silencio que me es ajeno, un silencio que no quiero aprenderme.
Echo las sábanas a un lado, dejando que la habitación me abrace. Algo dentro de mí incita a mi ser a no quedarse quieta, a no dejarse consumir por la ausencia de él. Me levanto. El suelo recibe mis pies descalzos, frío como el marfil, y comienzo mi caminata por los pasillos.
La mansión está en calma; esa calma que precede a las tormentas y a los secretos desvelados. Desciendo las escaleras, siguiendo el rastro de una luz que no promete calidez, pero sí respuestas. En el trayecto, escucho pasos que no son los míos, resonancias de una vida que se oculta a mi presencia. Es el personal, las sombras fieles a Redgar, quienes ahora escapan de mi mirada indiscreta.
Mi corazón tamborilea con seguridad, una fuerza desconocida me impulsa y me sorprendo de mi propio atrevimiento; mi propia esencia se eclipsa con una presencia más audaz que la que solía conocer. “Sigue”, susurra una voz en mi mente, quizás mi propia voz, transformada por la urgencia de encontrarlo.
Atravieso el vestíbulo hacia el garaje, donde una fila de autos brillan. Son hermosos, pero hoy no son más que cáscaras sin vida en mi búsqueda de algo con un latido, con un aliento, con una voz.
Cuando me dispongo a cruzar hacia el jardín, la realidad me detiene con la fuerza de lo inesperado. Un hombre emerge de la nada, su figura se recorta contra el crepúsculo que se disuelve. Me inspecciona, y su mirada me envuelve en un frío más mordaz que el aire matutino. Se aproxima; su presencia es un reto. Tiene la mirada oscura y va lleno de tatuajes, iguales a los de Redgar.

──No deberías estar aquí, vete… antes que te vea. ──advierte con acento grave y labios acerados por la severidad. Su comando me hiela más que el propio miedo. Retrocede tan rápido como vino, su silueta traicionada por el brillo metálico debajo de su abrigo.
Mi mente grita un sinfín de advertencias, pero mis pies no atienden el llamado de la prudencia. Avanzo, desoyendo el temor.
Y entonces lo veo.
Redgar aparece como una figura desgarrada de un lienzo de pesadillas. Va armado, su camisa abierta ondea como una bandera blanca, sus pies desnudos marcados por trazas rojizas que tal vez una vez fueron carmesíes.
Una pausa se cierne sobre nosotros; es el presagio de un misterio que está a punto de revelarse, el punto álgido de una verdad que temo descubrir. ¿Es esto lo que me advertían huir? Pero ya es demasiado tarde, porque he decidido no solo buscar a Redgar, sino enfrentar lo que venga con él. Con la camisa abierta y la pistola en mano.
El momento en que levanto la mirada y lo encuentro es el instante en que toda noción de realidad se distorsiona. No solo por la sangre que mancha sus pies, sino por el aura que lo rodea: una mezcla ferviente de peligro e intensidad que lo envuelve despiadadamente. Redgar, con un arma en la mano derecha y el amanecer tiñendo su piel, es el retrato más cruel y honesto de lo que representa. El jefe de la mafia Irlandesa no es una leyenda urbana, sino el hombre que ocupa mis sueños… y mis pesadillas.
Mis ojos capturan cada detalle de la escena, su postura, la tensión de sus brazos, la determinación en cada línea de su cuerpo; y esa arma, oscilando entre ser una extensión de su brazo y un ancla arrastrándolo hacia las profundidades de su propio infierno.
Él me mira, y su escrutinio es implacable.
──¿Qué haces aquí, Athenea? ¿Y en pijama? ──La firmeza de su voz rebota en las paredes de mi mente, recordándome que tengo poco que ocultar y mucho que perder. A Redgar no le agrada la vulnerabilidad, menos aún que sea suya y esté a la vista de cualquier otro.
Trago grueso, sintiendo el peso de cada latido en mi pecho, y mi respuesta se cuela por entre mis labios con una inseguridad palpitante.
──Desperté… y no estabas a mi lado. Necesitaba encontrarte. ──Mi voz apenas sobrevive en el espacio entre nosotros, una débil nébula en su universo.
Entonces él hace algo inesperado con la brutalidad de este encuentro. Se despoja de su camisa ensangrentada y la coloca sobre mis hombros, cubriendo mi piel con la suya. A pesar del calor de la tela, siento un frío inherente que me dice que esa sangre es una narrativa que no quiero leer.
Incapaz de liberarme de la imagen de sus pies teñidos de rojo, me atrevo a preguntar aunque parte de mí teme saber la respuesta.
──Tus pies… están llenos de sangre. ¿es tuya?
──Sabes muy bien que no es mía.
Redgar me mira, y hay un fragmento de segundos donde el mundo parece detenerse, ponderando la gravedad de mi conocimiento. El peso del silencio es tan denso, que puedo sentirlo presionando contra todo lo que alguna vez pensé era seguro.
──No todos los secretos pueden ser revelados, Athenea. ──dice por fin, su voz un murmullo que roza la coacción y la advertencia. ──. Y no todas las búsquedas llevan a un lugar seguro.
La camisa sobre mis hombros es ahora una cadena de preguntas sin respuesta, y la sangre en sus pies es la firma indeleble del hombre que está frente a mí. La realidad de Redgar, de nosotros, yace desnuda entre el amanecer y la sangre.
La escena que se despliega frente a mis ojos parece irreal, como si una fina capa de neblina distorsionara la realidad. Un grupo de hombres, al que reconozco a Tony llevando la batuta, arrastran un cuerpo hacia la oscuridad del cobertizo. Me pregunto qué o quién será, pero algo dentro de mí rehúsa enfrentar esa respuesta.

Entre el frío que muerde y la escena que se desarrolla ante mí, un escalofrío recorre mi columna. Redgar está a mi lado, su torso desnudo parece inmune a la baja temperatura. La tela de su camisa en mis manos me ofrece un débil escudo contra el viento y las miradas. Es una especie de protección contra todo lo que acecha en la oscuridad, incluida la curiosidad de aquellos que no deberían verme así, en pijama en el exterior de la mansión.
──Ya es suficiente por hoy. ──dice Redgar con voz baja, casi un gruñido. No hay rastro de discusión en su tono, y sé que no tengo opción. Su brazo roza el mío llenándome de calor mientras me guía de regreso hacia la mansión, sugiriendo más que guiando el camino hacia el garaje por donde había salido.
Al cerrar la puerta tras nosotros, el sonido resonante atrae mi atención, y en un acto casi simbólico, me desprendo de la camisa. El tejido aún tiene su calor, un recordatorio palpable de la proximidad reciente de Redgar. Por un instante, siento el deseo de retenerla, de conservar ese último contacto, pero al final, la dejo caer.
No había pensado en el frío, ni en su camisa abandonada a mis pies, hasta que su voz me sacó de mis cavilaciones.
──¿Por qué te quitaste la camisa? ──La pregunta de Redgar flota en el aire, con un tono que no logro interpretar.
Lo miro fijamente, sin responder. En su silueta perfumada por la sombra distingo las cicatrices que cruzan su piel, testigos mudos de historias que nunca me ha contado y quizás nunca lo haga.  Cada una de ellas parece un mapa hacia su pasado, un territorio que mi curiosidad anhela explorar. Los tatuajes que las adornan son su arte personal, un enigma de tinta y dolor.
Él cierra la distancia entre nosotros con pasos tan firmes como sigilosos. No me muevo. No puedo. Atrapada en su campo gravitacional, prefiero estudiar cada detalle de su imagen. Mis ojos se detienen un momento en su mandíbula, marcada y prominente, antes de encontrarse con los suyos.

Sus dedos rozan mi piel con una delicadeza que contrasta con su presencia imponente. Recorren mi mandíbula y el gesto, tan simple, desata una tormenta bajo mi piel. Por un momento, el mundo se reduce a la caricia, a la conexión electrificante que me hace olvidar el frío.
La voz de Redgar vuelve a romper el silencio, esta vez con palabras que dan forma a la tensión que nos envuelve.
──Te deseo, Athenea. ──Su confesión cae entre nosotros, cruda y honesta, y siento cómo la verdad de sus palabras se imprimen en mí.
Mi garganta se seca abruptamente pero sus labios en los míos, calman esa sequedad con la pasión y el calor que me abriga ante el intenso beso que nos damos.
Un beso lleno de caricias y de deseo, mucho deseo.




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